Esta reseña realizada al último libro de Punset es algo larga, pero sencillamente genial, y tiene la capacidad de hacernos pensar hasta qué punto nos creemos todo lo que diga cualquier gurú con aureola mediática... Pero lo mejor será que simplemente le deje hablar al profesor Arana, experto en filosofía y ciencia. Grande. Muy grande.
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Juan Arana. Universidad de Sevilla
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| Eduard Punset | 
Destino. Barcelona (2010). 364 págs. 
¿Qué ocurre cuando llega a tus manos un libro   escrito por una persona que acumula una larga ejecutoria y goza   de notoriedad pública, que ha rebasado ya los setenta   años, que confiesa sufrir una importante   cardiopatía y haber recibido tratamiento para superar un   cáncer de pulmón? Lo más natural es que   surja en ti un sentimiento de respeto y admiración. He   aquí, te dices, un hombre que ha sabido afrontar los   desafíos de la existencia y que tampoco desvía la   mirada cuando la muerte le sale al paso. Abres el volumen como si   estuvieras ante un testamento, no porque pienses que va a ser lo   último que escriba —Dios no lo quiera—, sino   porque esperas encontrar allí una sabiduría   esclarecedora, una ayuda para solventar tus propios   problemas.
En esa disposición de ánimo di comienzo a la   lectura de El viaje al poder de la mente. Los enigmas   más fascinantes de nuestro cerebro y del mundo de las   emociones (Barcelona, Destino, 2010, 364 pp.), la más   reciente obra del economista, político, divulgador y   polígrafo Eduardo Punset. Una de las tesis que defiende en   ella es que los hombres somos reacios a cambiar de   opinión. ¡Ea!, al menos en este caso, ha conseguido   que yo cambiara la mía: antes de empezarlo pensaba que   estaba ante un trabajo serio e importante; ahora que lo he   leído estoy convencido de que se trata de un mal libro.   Malo de solemnidad, lo digo sin paliativos, aunque mantenga la   consideración y deferencia que merece quien lo ha   compuesto. Ojalá escriba él muchas más cosas   y tenga yo oportunidad de leérselas, pero la misma   gravedad de las circunstancias que he evocado en el   párrafo anterior me obliga a prescindir de paños   calientes a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Tal vez   esté profundamente equivocado, pero tampoco soy un   niño, y creo que es urgente darle (y darme, en el caso de   que se digne ejercer su derecho de réplica) la oportunidad   de mejorar lo que sea mejorable, pues ya no estamos ninguno de   los dos en situación de perder el tiempo con eufemismos e   indirectas.
Encuentro en primer lugar que es un texto muy descuidado.   Parece mentira que, disponiendo de toda una batería de   documentalistas y revisores (mencionados en el apartado de   agradecimientos), cometa tantos errores de bulto.   ¿Ejemplos? Los hay a puñados: convierte en prusiano   al polaco Copérnico (p. 15); otorga 150 años de   vida a la teoría del Big bang, que empezó a   esbozarse después de 1920 y sólo se   consolidó en 1965 (p. 27); atribuye a Einstein el   descubrimiento de formas de energía que repelen cuando   desde la más remota antigüedad se conocen las fuerzas   de impenetrabilidad, magnética y eléctrica, que son   total o parcialmente repulsivas (p. 30); atribuye pensamiento no   ya a los animales, sino a los fósiles de amonites   (p. 38); pretende que cuando el agua se evapora sus   moléculas se disocian en átomos de hidrógeno   y oxígeno (p. 46); confunde los conceptos de densidad y   peso (p. 48); coloca los bosques de Turingia «en plena   Selva Negra», la cual está en la otra punta de   Alemania (p. 148); convierte la «garnacha» en un vino   impresentable hasta que lo redimieron en el Priorato, cuando se   trata de una uva con la que al menos en la Rioja y Navarra   siempre se hicieron excelentes claretes (p. 209)... A veces el   desliz se prolonga hasta convertirse en novela: transforma a la   buena anglicana Emma Darwin en ferviente católica (p. 165)   y hace que el gran Charles se enamore perdidamente de ella, a   pesar de que el diario privado del creador de la teoría de   la evolución demuestra que jamás hubo una boda   menos romántica y más fríamente premeditada   (p. 271).
Si hay poco respeto a los hechos, tampoco encuentro deferencia   alguna a las reglas de la lógica: menciona en cierto lugar   una insospechada «fuerza de atracción   repulsiva» (p. 16) con la que tal vez quiera aludir a   la «gravedad negativa» que han popularizado los   modelos cosmológicos inflacionarios. No menos sorprendente   es que en otro pasaje se pregunte cómo «evitar las   crisis inevitables» (p. 165), o que pretenda que el primer   organismo existente sobre la tierra era   heterótrofo, lo que significa —aclara por si   quedaba alguna duda— que «se alimenta de otros»   (p. 288). Tengo serias dudas sobre qué pudo comer   entonces, dado que estaba solo en el escenario de la vida.   También resulta perturbador que, tras explicar con detalle   cómo nació la vida en «los mares y   lagos» (p. 293), termine con la aseveración:   «Todo sucedió en la atmósfera. La vida   llovió del cielo» (p. 294). Si abundaran libros   así, el principio de contradicción acabaría   por dejar de tener sentido.
Todo lo anterior constituye una casuística penosa, pero a la vez es índice de algo de mayor calado. Estamos ante un autor que se ha dedicado con gran impacto mediático a la divulgación científica, noble arte que exige en quien lo ejerce mucho trabajo y una considerable dosis de modestia. Para llevar al gran público lo que se debate en los selectos cenáculos de los expertos hay que olvidarse de uno mismo. Se trata de actuar como abogado de los sabios ante los ignorantes, y de los ignorantes ante los sabios. Es comprensible que a la hora de confeccionar un programa de televisión la obtención de efectos a corto plazo prime sobre la mesura y el rigor. Ahora bien, cuando se escribe un libro hay que presuponer en el destinatario mayor discernimiento, aunque el objetivo sea colocar 150.000 ejemplares y más. De lo contrario resultará un producto apto para la venta masiva, pero que envejecerá antes de que acabe de secarse la tinta con que ha sido impreso. Para mí ha sido decepcionante comprobar que, en lugar de aprovechar la oportunidad que tenía para asentar las ideas y ahondar en sus presumibles consecuencias, ha optado por presumir de la amistad personal que le une a los grandes gurús de la ciencia actual y sacar de contexto resúmenes apresurados de sus descubrimientos. No es extraño que llegue a creer que también él ha hecho sustanciales aportaciones al progreso del conocimiento, sobre la amplia base empírica que le proporciona la observación de sus dos nietas y su perro Darwin. Más provechoso hubiera sido trabajar un poco más a fondo la bibliografía que aquellos autores han producido, en lugar de acumular anécdotas superficiales y comentarios realizados en passant. Así quizá hubiera evitado la penosa trivialización del conocimiento científico que caracteriza todo el libro, como por ejemplo cuando habla del principio de incertidumbre. En mecánica cuántica este principio concierne al límite en la precisión obtenible al medir simultáneamente ciertos pares de magnitudes físicas, lo cual imposibilita la completa adecuación a la realidad de las teorías que las utilizan. Se trata de algo muy importante, pero bastante técnico. Sin embargo, según Punset: «El principio de incertidumbre de Heisenberg significa que debemos vivir para siempre con probabilidades, no con certidumbres» (p. 84). Por la misma regla de tres podría habernos dicho que la teoría de la relatividad enseña que todo es relativo, o que el principio de conservación de la energía nos obliga a poner dobles ventanas en nuestro domicilio para evitar que se pierda la energía térmica de la calefacción.
Este modo de deformar el verdadero mensaje de la ciencia ya es   de por sí suficientemente deplorable, pero además   ni siquiera se atiene a lo que dice, puesto que en el caso   referido, después de proscribir cualquier certidumbre,   afirma literalmente en la página siguiente: «Se   habrá recorrido en poco tiempo un camino que va de no   saber nada sobre el funcionamiento de la memoria... a predecir su   composición exacta en el curso del tiempo» (p. 85).   ¿No habíamos quedado en que era imposible averiguar   nada con exactitud? El caso señalado es uno entre un   montón. La estrategia de extraer de las más   abstrusas investigaciones recetas de aplicación inmediata   a la vida humana provoca continuas salidas en falso, de las que   luego hay que desdecirse para afirmar lo contrario. Así,   anuncia en una ocasión que se ha descubierto «el   minuto preciso» en que se originó el primer   organismo replicante para matizar en el mismo párrafo:   «aunque no podamos precisar cuándo   surgió» (p. 293). Sospecho que el recurso al   «donde dije digo, digo Diego» debe ser una marca de   la casa, porque lo emplea incluso en cuestiones que nada tienen   que ver con la ciencia o su curiosa filosofía   socio-antropológica. Las consecuencias son a veces   chistosas: hay un pasaje donde afirma que uno de los principales   méritos de su escritor favorito, Stefan Zweig, es haberle   descubierto a él (esto es, a Eduardo Punset) la   vida y obra del ginecólogo Semmelweis (pp. 90-1). A   continuación confiesa que no ha conseguido localizar en   cuál de sus obras figura la correspondiente   biografía, para acabar diciendo que lo que sabe del   personaje «tal vez lo aprendiera en otros lugares»   (p. 92).

Una cualidad que nadie regateará a Punset es el   entusiasmo. Su libro sería un buen candidato al premio que   destacara la más alta proporción de superlativos   por página de la literatura universal. Va de sorpresa en   sorpresa, de éxtasis en éxtasis... y de   indignación en indignación, porque está   convencido de que no se enseña en las escuelas ni se   difunde como debiera todo lo que ha llegado a aprender en sus   peregrinaciones por el mundo de la tecnociencia. Una cita nada   más para ilustrar el procedimiento:   «¿Cómo es posible que ninguna   institución educativa, ningún ministro o ministra   nos haya enseñado a ninguno de nosotros lo que era la   transición de fase? ¿Cómo nos dejaron desde   la más tierna infancia explorar la vida sin darnos los   instrumentos, por lo menos conceptuales, para medir el pH de   cualquier medio?» (p. 52). Y eso lo dice él, que   estudió el bachillerato en Estados Unidos. A mí,   que lo preparé por libre en un colegio pueblerino de la   España franquista, me proporcionaron con toda naturalidad   tanto la definición del pH como el papel tornasolado para   hacer una valoración aproximada. A menudo el   descubrimiento presuntamente silenciado es tan sabido y tan   obvio, que uno se pregunta si Punset no confunde sus propias   averiguaciones con las del resto de la humanidad, como si   padeciese algo así como un «síndrome del   descubrimiento del Mediterráneo», lo que le lleva a   sentenciar: «En este libro nos estamos refiriendo a los   grandes descubrimientos de los que nadie habla y que, no obstante   han transformado la vida del ser humano corriente hasta niveles   inimaginables» (p. 238). Para hacer honor a su compromiso,   anuncia repetidamente el mayor descubrimiento de la   ciencia, título efímero que pasa de unos   hallazgos a otros (pp. 35, 130, 276), aunque lo habitual es que   haya sido realizado hace menos de diez años por alguna de   las grandes cabezas con las que tiene trato íntimo y sea   objeto de conspiraciones judeo-masónicas para que pase   desapercibido.
Hay personas que profesan convicciones humanísticas y/o   religiosas y están prevenidas contra los mensajes de   Eduardo Punset, porque presumen en él un sagaz defensor de   los puntos de vista materialistas o cientificistas. Ojalá   pudiera confirmar sus temores, porque considero que tanto el   materialismo como el cientificismo constituyen desafíos   teóricos muy serios, que todo el que crea en Dios o en el   Hombre debiera conocer y discutir en profundidad. Pero por   desgracia no es el caso. Su orientación doctrinal apunta   por supuesto en esas direcciones, pero los argumentos sustantivos   que aporta para abonarlas son demasiado flojos. A pesar de no ser   materialista ni cientificista, los conozco mucho mejores. En el   fondo, lo que define mejor su ubicación en el espectro   ideológico es el sincretismo. Como en una batidora   mezcla casi todas las consignas y opiniones de uso corriente, sin   averiguar hasta qué punto casan unas con otras. Los   Leitsmotivs en los que más insiste en El viaje   al poder de la mente son: la importancia de cambiar de   opinión (aunque sin especificar cómo, cuándo   ni por qué); nuestra insignificancia en el conjunto de   cosmos (una sentencia repetida ad nauseam desde Freud para   acá , enraizada en viejos tópicos de la   ascética cristiana y que ahora propone como gran novedad);   la conveniencia de tomar decisiones sin estar demasiado informado   (en lo cual, hay que confesarlo, Punset es modélico,   véase p. 105); la utilidad de dejar de ser racionales para   dar paso a la intuición y al mismo tiempo la ventaja de   seguir siéndolo para no desautorizar a la ciencia (en   ocasiones sugiere obscuramente que la ciencia es la única   instancia competente para efectuar una especie de hara-kiri de la   razón). También figuran entre las tesis capitales   del libro que la inteligencia y la especificidad irrepetible de   los humanos son, junto con el pensamiento autoritario y   dogmático, fuente de infelicidad, violencia y terrorismo;   que es más importante desaprender que aprender (frente en   el que, a la vista del rumbo que está llevando   últimamente el sistema educativo, estamos haciendo muchos   progresos). Propugna asimismo superar a Darwin para redescubrir y   dar nueva validez a Lamarck. Por último, aboga para que   cambiemos la identidad genética y epigenética de   nuestra especie, a fin de convertirnos en entes   clorofílicos capaces de nutrirnos del sol y el aire... Si   alguien opina que esta última tesis es demasiado demencial   para ser defendida por una autoridad tan solvente como Eduardo   Punset, vaya a la p. 291, en la que aparece un esbozo del hombre   del futuro con ramas y hojas brotando de su frente, o la 309, en   que apremia a los padres progresistas para que bauticen a sus   hijas (por lo civil, claro está) con el nombre de   Elysia chlorotica, una babosa de color verde que, por   medio de la ingesta de algas y el trasiego de genes, ha   conseguido incorporar cloroplastos a sus células.
Es fácil imaginar el cesto que se acaba fabricando con   estas mimbres. Ignoro qué tanto por ciento de los   numerosos compradores del libro habrá conseguido llegar a   los capítulos finales. Los que hayan superado la prueba   encontrarán sabrosos párrafos en los que,   según mi poco autorizado juicio, el autor desbarra a sus   anchas sin el menor apuro: «En cualquier otro animal   pensamos que la dieta es muy importante para conformar el   organismo, y no obstante, la gente no tiene asumido, apenas ha   pensado en ello, que no podemos vivir sin comida cocinada. Las   mujeres no pueden reproducirse sin comida cocinada. Incluso un   varón, si sólo se alimenta de comida cruda, deja de   producir esperma» (p. 250).
Idéntica falta de seriedad revelan los ataques a la   religión, aunque he de reconocerle la originalidad de no   sacar a relucir el caso Galileo. En realidad, el único   argumento que usa para demostrar la inevitabilidad del conflicto   entre la ciencia y la fe es la perspectiva —inmediata   según él— de sintetizar bacterias en los   laboratorios (p. 166). Un escrúpulo poco comprensible,   habida cuenta que la teoría de la generación   espontánea estuvo en vigor hasta el siglo XIX.   Quizá se deba a que el supercatólico Pasteur fue   quien la refutó. Lo cierto es que incluso Tomás de   Aquino pensaba que bastaban causas meramente físicas para   producir, no ya microbios, sino insectos, sabandijas y hasta   ratones.
Uno esperaría encontrar proyectiles de más   grueso calibre en el arsenal de un ateo o un materialista digno   de ser escuchado. El de mayor poder ofensivo sería alegar   que bastan las leyes descubiertas por la ciencia o las causas   naturales vislumbradas por la razón para explicar el   entendimiento y la voluntad humanas, o bien el surgimiento y   destino final del universo. Conviene recordar que Punset ha   publicado en 2006 otro libro con el provocativo título de   El alma está en el cerebro, pero, francamente,   decir que el alma está en el cerebro no tiene mayor   trascendencia que pretender que también lo está en   la habitación, ciudad o planeta donde ese cerebro se   ubica. Para el caso, lo mismo daría afirmar que el hombre   conserva su alma en el almario. Lo importante, lo decisivo, lo   que pondría en aprietos la fe de una persona adulta y   mínimamente informada, es si se puede o no describir con   exactitud y predecir sin ambigüedad el conjunto de impulsos   nerviosos que, partiendo de la incidencia de la luz en la retina,   desemboca en la estimulación de las neuronas motoras que   activan la respuesta deliberada y consciente a la   información que aquella luz aportó. Todo lo   demás son metáforas. Ahora bien, en un mundo regido   por la indeterminación cuántica y donde campea la   dinámica de sistemas complejos, pretender tal cosa es una   pura imposibilidad. Es elogiable la búsqueda de   localizaciones cerebrales para las funciones de la mente, aunque   con las técnicas disponibles de tomografía por   emisión de positrones o resonancia magnética   funcional la resolución espacio-temporal es todavía   muy baja (estas pruebas no registran la actividad nerviosa   propiamente dicha, sino sus concomitancias metabólicas y   circulatorias). Ojalá den con procedimientos de mayor   refinamiento. También hay que alabar y fomentar el estudio   de los mecanismos biológicos asociados a la memoria, la   motivación e incluso la reflexión consciente,   ¡faltaría más! Pero hay buenas razones para   cuestionar que por esta vía se llegue pronto o tarde a una   completa reducción materialista de la mente. Punset   pretende que el cerebro, lejos de ser el mecanismo más   sofisticado del universo, es un mero apaño evolutivo (p.   287), como si ambas cosas fueses incompatibles. Si se conocieran   otros mecanismos —hasta donde la palabra   «mecanismo» sea apropiada en este contexto—   más complejos, bueno sería que los mencionara. Y en   todo caso, no se trataría de un único apaño,   sino de una cadena ininterrumpida de ellos que ha tardado miles   de millones de años en completarse. Hasta que sea   descubierto otro objeto más intrincado aún, no   conocemos ninguno con tantas bifurcaciones y vericuetos, ninguna   estructura que constituya un desafío comparable para   cualquier esfuerzo de racionalización unívoca. El   propio Punset acaba reconociendo que en lo tocante a las   decisiones morales, «es incluso una cuestión abierta   saber hasta qué punto tenemos la opción de   elegir» (p. 170). ¡Y dice eso inmediatamente   después de haber conjeturado la existencia de un mecanismo   biológicamente predeterminado para emitir juicios morales!   (p. 168). Difícilmente podría darse mayor   incoherencia entre una toma de postura materialista y un   corolario que abre la puerta a la presencia de libertad en   sentido fuerte.
En un mundo cada día más necesitado de   auténtico diálogo interdisciplinar, es una pena que   quien está en una posición inmejorable para   llevarlo a cabo malogre sus esfuerzos y deje a la clientela sin   la oportunidad de conocer la proyección que el trabajo de   la comunidad científica tiene sobre la vida humana.   Coquetear con las modas intelectuales e improvisar genialidades   sobre la marcha no es la mejor receta para aportar discernimiento   a nuestro atribulado mundo. Por todo ello considero que la obra   recensionada es un testamento fallido. Lo valiente no quita lo   cortés, y diré para terminar que, a pesar de sus   años y enfermedades, pocas personalidades alberga nuestro   país con tantas ilusiones y juventud de espíritu   como Eduardo Punset. Ello me hace concebir la esperanza de que   los defectos señalados (en la medida en que sean tales)   desaparezcan en la próxima entrega que recibamos de   él, de modo que en lugar de la censura lo obligado sea el   aplauso.

 

 
2 trazos:
El artículo de Arana no tiene desperdicio... creo que nunca me volverá a reír tanto con una reseña como en esta.
El título tendría que ser un poco más elevado, debido al contenido del artículo, más profesional y científico: "Punset dixit (y Arana arremetió)"
Es sencillamente genial. XD
Vaaaaya, me gusta ese título...
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