Según Tomás de Aquino, el de la belleza es el último trascendental en el orden de la deducción. Deriva directamente del bien, pero del bien con relación la verdad. Es decir, si el ser con relación al entendimiento muestra su verdad, y con relación a la voluntad revela su bondad porque es apetecido, la belleza, a su vez, unifica ambas dimensiones del ser humano, porque es algo apetecido por la voluntad, pero cuyo deseo se aquieta no con la posesión, sino con la captación intelectual. Es el deseo y solaz de la inteligencia.
En cierta ocasión, reflexionando acerca de estas cuestiones, antes de conocer la deducción tomista, me preguntaba si la belleza no sería para la voluntad como lo es la sabiduría para el conocimiento. Pero también el amor podría ocupar esa posición privilegiada, el culmen de la voluntad como la sabiduría es el culmen del intelecto. La clave tomista soluciona este problema al darle su carácter relacional. La belleza relaciona al hombre consigo mismo, unifica sus dos caras recordándole que es un solo ser humano. Cabría preguntarse si, además del deseo y el aquietamiento de ese deseo en la voluntad, un derivado del bien referido al intelecto, no podría ser, paralelamente, la sabiduría de la voluntad, eso que se adecúa tan verdaderamente a la inteligencia que aquieta incluso la pasión, tal vez siguiendo más a Kant.
En cierta ocasión, reflexionando acerca de estas cuestiones, antes de conocer la deducción tomista, me preguntaba si la belleza no sería para la voluntad como lo es la sabiduría para el conocimiento. Pero también el amor podría ocupar esa posición privilegiada, el culmen de la voluntad como la sabiduría es el culmen del intelecto. La clave tomista soluciona este problema al darle su carácter relacional. La belleza relaciona al hombre consigo mismo, unifica sus dos caras recordándole que es un solo ser humano. Cabría preguntarse si, además del deseo y el aquietamiento de ese deseo en la voluntad, un derivado del bien referido al intelecto, no podría ser, paralelamente, la sabiduría de la voluntad, eso que se adecúa tan verdaderamente a la inteligencia que aquieta incluso la pasión, tal vez siguiendo más a Kant.
Un derivado de la verdad referido a la voluntad. Más que de buscar un término medio entre ambas expresiones (mejor que posturas), tal vez se amplíe nuestro conocimiento de la belleza, y nuestro deseo de ella, al observarla como el trascendental que más genuinamente muestra dos caras, dos sentidos sobre la misma dirección, y que por tanto resulta más genuinamente humano, y divino. Lo que unifica el espíritu cuando las mínimas necesidades de sus dos potencias están cubiertas. Lo menos necesario para sobrevivir, lo más lejano de la animalidad superviviente del hombre, y por tanto más específico, y más imprescindible para vivir.
Tal vez por eso, lo que tradicionalmente se considera la cumbre de la actividad intelectual, la Metafísica, se manifiesta, no en el pensamiento discursivo, sino en la contemplación (metafísica, la llaman) del ser. También la contemplación del otro, de su ser, de su yo, parece el estado más alto del amor. Al fin y al cabo, los trascendentales son una sola cosa, el ser, y en su cumbre convergen todos. Pero no deja de ser llamativo que la contemplación sea también la actividad más propia ante la belleza, también en sus más bajas muestras. Tal vez sea por eso, porque la belleza, relación entre intelecto y voluntad, cara y cruz, luz y oscuridad, muestra de un modo más perfecto la realidad metafísica de esos extraños seres que se realizan en la sabiduría y el amor.