A lo largo de la lectura del libro “El taller de la escritura”, me he dado cuenta de que debo ir cambiando en parte mi modo de enfocar la producción literaria. Antes, puede decirse que sólo clasificaba dos modos de escribir que valieran la pena. Primero, el expositivo-científico, como por ejemplo, un trabajo de investigación en biología, sobre la naturaleza genética de los virus o la subestructura de las partículas atómicas, eximidos de retóricas literarias o un sentimiento profundo de propiedad, ya que su interés reside en la difusión de información.
En segundo lugar, el artístico o más bien personal, que incluye, no sólo lo puramente lírico, sino todo lo que podemos considerar producción creativa, dígase artículos, ensayos, etc., mientras no se introdujeran demasiado en el campo del primero. Una característica importante de este segundo grupo es que, al menos en mi caso, por considerarlo tan personal, casi inspirado o dictado por una especie de subconsciente que antes se ha empapado, si es necesario, de la información que proceda, tal a sido mi modo de redactar hasta el momento, gozaba de una cierta inmutabilidad esencial, aunque pudiera corregirse hasta cierto punto. Como un artista con su obra acabada, de la que nunca estará satisfecho, pero ante la que las críticas las siente, incluso aunque la evidencia le lleve al agradecimiento sincero, como si se las hicieran a un hijo de su propia sangre. Por que en el fondo es lo que es.
Aparte estaban las publicaciones periodísticas sin demasiado interés, como noticias de periódico o reportajes, en los que simplemente se expone una información con visos de publicidad.
Sin embargo, ahora me encuentro con que en la facultad de comunicación me dan un terrible palo al escribir esos textos que consideraba “menores”. Y no haría notar la situación si no fuera algo generalizado entre compañeros de bien conocida pluma en nuestra particular microsociedad. La significativa bajada de calificaciones resulta alarmante. Y la nota al margen, al menos en mi caso, puede siempre resumirse en lo mismo “no te entiendo”. Después de, al principio, acordarme intensa y reiteradamente de las entendederas de la persona que escribiera eso, decidí buscar la raíz del problema. La solución llegó de improviso. Sencillamente, viendo a una de mis abuelas leer el periódico. Esta buena mujer, guarda con celo casi religioso las copias de mis escritos, y se deleita escuchándome en muchos temas. Pero no entiende un ápice. En el fondo, creo que precisamente por eso le hace tanta ilusión. Y lee el periódico.
Es pues, sumamente lógico que se censure una obra que, sin estar técnicamente mal, no sirva al fin a que está destinada, en este caso, una divulgación masiva. Y es que de ninguna manera se pregunta la persona que corrige los escritos de comunicación, qué pretendemos hacer con nuestro futuro, sino que si estamos en su asignatura, es para aprender lo que ella considera correcto y adecuado a ese respecto, aunque sea un corte por lo bajo. Un problema fácilmente solucionable, una cuestión de adaptación, luego no es necesario preocuparse más.
Sin embargo, sí me inquieta profundamente un género que antes consideraba en cierto modo, y sin querer simplificar, “natural”. Y es precisamente la escritura filosófica. La tenía, creo que mal clasificada, dentro del segundo grupo que he expuesto. Pero la evidencia apunta por otros derroteros. Las recomendaciones para escribir que se han ido exponiendo a lo largo del curso, de corrección, de reescritura, finalmente cuadran más con mi idea de composición científica. Pero por otra parte, no deja de ser notorio el que la aplicación del método científico a la filosofía sea bastante reciente. Y en el fondo soy consciente de que, con mi mente, deliberada y deleitadamente formada en la biología, la química y la matemática (materias que he de reconocer que en la actualidad echo de menos), a la hora de profundizar en un tema, de clasificar y archivar mentalmente la información que al respecto, casi más que recopilo, colecciono, tiendo a caer en un cierto cientificismo o al menos acusado racionalismo. Tratando de escapar a esa tentación voy al extremo contrario, y me encuentro jugueteando con las sugerencias y las metáforas, con una especie de idea romántica de la dialéctica, tal como lo haría un gatito con un ovillo.
Quizá deba pasar por encima de mis eruditos ocho meses de formación universitaria y volver a lo básico. Recuperar esa frase, de tan cierta y por tanto manida, tan olvidada: “In medio virtus est”. Así, debo derribar primeramente todos mis esquemas, para poder atender la pregunta más interesante ahora, que se presenta con una urgencia imperativa. Ésta pregunta es: ¿Cuál es la identidad de creatividad y cientificidad, la naturaleza propia de la escritura filosófica? Un pequeño atisbo de la repuesta la ha dado ya el muy recurrente Aristóteles, pero el grueso queda todavía por resolver. Parece mentira que estudie filosofía... ¡Pero menos mal que no es ninguna otra cosa!
2 trazos:
El texto ya lo conocía, así que voy a sorprenderme por la foto
:O Me gusta mucho mucho esa foto
Jeje, gracias. Me costó elegirla, entre muchas.
Hablando de textos conocidos, el primero que subí era el de las Alas, y me acordé de ti.
Un saludo!
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