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miércoles, 2 de marzo de 2011

Contemplación

No hace mucho presenté este pequeño estudio sobre la contemplación estética, y en su elaboración he puesto tanto de mí misma que no he querido dejarlo en el cajón de los ensayos académicos y he decidido compartirlo con vosotros. Espero que os agrade y haga reflexionar... ¡el debate está abierto!

Puede decirse que preguntarse por la contemplación de la belleza es lo mismo que preguntarse por la diferencia entre la visión común y la visión estética. ¡Pero ya de por sí esta afirmación está cargada de sentido! Implica, ni más ni menos, que la visión de las cosas bellas, la visión física, terrenal (o escucha, u otras acciones de los sentidos) es de por sí una experiencia estética, esto es, contemplación de la belleza. ¿Es posible que la belleza sea percibible en lo material, lo humildemente físico? Parece obvio para todo aquél que se haya planteado la pregunta ante la visión de un cuadro o el aroma de una rosa, pero, si nos paramos a pensarlo, la inmensa trascendencia que es necesaria para pasar de la rosa lo los colores a algo como la belleza (ni siquiera “Belleza”) debería bastar para que nos preguntásemos ¿cómo es siquiera posible? Se vuelve necesario entonces saber si esa primera afirmación es cierta. Y tal vez sólo haya un modo de averiguar si la pregunta está bien planteada, y es intentar responderla. 

A la hora de preguntarse acerca de la contemplación de la belleza hay dos posibilidades, dos puntos de vista, que deben tenerse en cuenta. El de Platón y el de Tomás de Aquino. Pueden llamarse, respectivamente, una visión anagógica y una visión contemplativa de la belleza. Parece, entonces, que la visión tomista es por definición el tema a tratar pero, si es verdad que nos preguntamos por la diferencia entre la visión común y la estética, entonces no es posible reducir el campo tan rápidamente.

Para poder profundizar en este tema, es fundamental volver sobre las distinciones básicas de la belleza como trascendental. La distinción entre los trascendentales es de razón. En concreto, en el caso que nos ocupa, es una distinción de razón por relación a las facultades humanas, las mismas que nos abren a la realidad, sin que por ello sea un criterio subjetivo.

Del mismo modo que verdad y bien se distinguen porque se dirigen respectivamente a la voluntad y el intelecto. Parece ser que el bien y la belleza se distinguen con el mismo criterio, pero partiendo de la base de que la belleza es un tipo de bien. Lo cual se explicita en que la belleza se dirige también a la voluntad, y la aquieta. La belleza, entonces, se distingue de la verdad en lo que tiene de bien, pero también se distingue del bien en lo que tiene de verdad. Es paradójicamente, lo bueno para el intelecto. 

Hay muchas cosas que son objeto del intelecto, a las que éste se dirige, pero su posesión no le hace bien, no le agrada, sólo le hace necesitar más, más conocimiento, más juicios. Sin embargo, las cosas bellas le placen como ninguna otra cosa, y por un momento lo demás carece de sentido y se vuelve innecesario, pues está complacido. ¿Quién está complacido? Porque sólo la voluntad tiene aquietamiento y deseo, está presente en este “agradar”. Distinguir no es separar.

Y del mismo modo la belleza es, de entre todos los objetos de la voluntad, aquél que tiene la inestimable gracia de ser percibido sensiblemente, el único bien que podemos decir que además de un fin que mueva es “algo” verdadero, y en esa verdad, en el hecho de que exista físicamente aquello que para la voluntad era un fin cercano a un acto de fe, se encuentra ese modo único de calmar el deseo. La concreción ontológica (física como una rosa, o espiritual como el alma de un amigo) del ansia de la voluntad.

¿Cómo, entonces, place la belleza a la inteligencia? Porque sólo a través de ella se hace presente, en su verdad, a la voluntad. Cuando dice Tomás de Aquino que la belleza es la debida proporción, da la clave principal. Sólo la inteligencia percibe el orden y la proporción. Y en ese orden y proporción hay sólo una, con mil formas, que parece colmar una promesa nunca formulada, pero siempre esperada. Porque las cosas bellas están proporcionadas a la misma inteligencia. En su orden y armonía se amoldan a la forma del entendimiento, encajan con él, permitiéndole verse reflejado en el mundo exterior, y conocer por fin algo que le ha acompañado siempre sin ser expresado. De entre todos los modos de ver y conocer, sólo en este se percibe el límite entre el mundo y el sujeto, la distancia entre ellos. En lugar de tener directamente el objeto, se percibe el hecho de estar viendo, y se percibe como placer.

Pero sólo el hombre puede ver las cosas y contemplarlas por su belleza y no sólo por su utilidad. Entonces, al descubrir que puede proyectarse a sí mismo en lo que era sólo un conjunto de técnica o naturaleza hasta que alguien lo miró y vio que escondía algo más, descubre un reflejo de su libertad, aquello que le permite ir más allá de lo dado, y la voluntad encuentra también su reflejo en la belleza, a través de la inteligencia, y sacia ese ansia, antes citada y ahora determinada, que es de libertad. Porque en la belleza el mundo se libera de la necesidad para abrirse al deseo de lo inútil.

Claro que ese poder contemplar la belleza sólo por la belleza exige virtud por parte de la persona que contempla. Exige, al menos la templanza de carácter que le libere de esa avaricia de los sentidos que, en un ejemplo gráfico y moderno, impide ver la belleza del monumento por estar sacándole fotos. La imagen producida por una verdadera contemplación estética es tan poderosa, que sólo el recuerdo de ese momento, más que del objeto físico en sí, basta para toda una vida de inacabada contemplación. Esos recuerdos, incluso, del momento sublime en el que el espíritu sin buscarlo, paseando entre imágenes, es sorprendido por la belleza de una sola, pueden ser más verdaderos y ricos que el volver a ver físicamente ese objeto. 

Se pueden poner todos los medios necesarios para preparar este encuentro, pero nunca los suficientes, pues el valor de la belleza estriba en ese carácter como de don, que nos asalta con una verdad (no necesaria, ni probablemente, conceptual) acerca de nosotros mismos como seres humanos y de la realidad, del mundo como una creación que parece hecha a nuestra medida, pero a escala infinitamente grande en infinitamente pequeña. [Tal vez por eso el arte es a menudo el ejemplo paradigmático de belleza, porque es precisamente el género de las cosas bellas que está hecho a nuestra medida, por personas y para personas, lo cual no quiere decir que sea más fácilmente abarcable, ni que sea posible, incluso para el mismo artista, llegar a lo más profundo de la significación que de su alma ha volcado en ello.]

Sin embargo, queda en pie la cuestión acerca de los dos puntos de vista con que abría esta exposición. Para Platón, la belleza tiene una dimensión anagógica que nos impele a buscar más y más, hasta abandonar el mundo terreno y su contemplación y deleitarnos en la visión de la Belleza misma, así como busca la generación, para dar eternidad a ese deleite. Por eso la belleza se traduce en amor, que produce hijos físicos o espirituales, como un libro o una melodía. 

Para Tomás de Aquino, en cambio, la voluntad se aquieta por completo en la belleza no busca más, ni genera nada. No necesita dejar atrás el mundo ni el objeto contemplado para, profundizando en él, llegar incluso a la contemplación divina. Este modo de contemplar parece más acorde con todo lo anteriormente expuesto, y muchos podrán corroborarlo con la propia experiencia. Sin embargo, ningún artista, por ejemplo, podrá dejar de gritar que la visión platónica también es cierta, que la contemplación de la belleza engendra en su interior una inspiración que brama por salir y dar a luz un infante de belleza nueva y propia. Nadie, tampoco, podrá negar que la contemplación de la belleza, más que ninguna otra verdad, nos muestra nuestra mortalidad frente a la perennidad de la imagen contemplada, incluso aunque la rosa que la provoca se marchitara. 

A mi juicio, toda belleza es escatológica, y al mostrarnos nuestra verdad más profunda, su deleite está delicadamente mezclado con la conciencia de nuestra condición mortal, que se enfrenta siempre, y más que nunca en este momento, a nuestro originario deseo de infinitud. ¿Es casualidad, acaso, que los místicos que más elevadas experiencias contemplativas habían tenido escribieran “Muero porque no muero”? El deseo de ir más allá en la contemplación de la belleza de las cosas sensibles, o de la Fuente de la belleza, tanto da, está presente en el fondo y en la forma, incluso aunque no sea de forma actual en todo momento del arrobo contemplativo. 

¿Cómo compaginar ambas visiones, entonces, si parece que la experiencia humana es demasiado rica para reducirse a cualquiera de las dos?

Me resulta especialmente interesante, en este caso, la visión de Pieper, según él, de la contemplación platónica. “¡Qué maravillosa es el agua, y la rosa, y el árbol, y la manzana! Algo así no puede decirse sin que haya una pizca de estimación de algo que vaya más allá de lo mencionado, de afirmación que roza el fundamento mismo del mundo. (…) Pero tales certidumbres en el fondo significan una y la misma cosa: que el mundo tiene arreglo; que todo logra su fin; que en el fondo de las cosas hay, a pesar de todo, paz, salvación, gloria; que nada ni nadie están perdidos.” (Pieper, J., La contemplación terrenal).

Tal vez esa ese deseo de infinitud del ser humano pueda, en ocasiones, saciarse ante la contemplación de una belleza concreta, porque sólo la posibilidad de su existencia implica tanto, como comenzaba diciendo en este ensayo que llena de esperanza (esperanza ontológica, en el mundo mismo) ante esa negrura infinita de nuestra mortalidad. Porque por unas pocas veces en nuestra existencia trascendemos más allá de ella, por encima de nuestra condición de videntes, para percibir que vemos, y por medio de ello contemplar algo perenne, tan luminoso (verdadero), que nos muestra también nuestro límite esencial, y por tanto, que atisba (lo contrario sería matemáticamente imposible), lo que hay al otro lado del límite. De no ser así, no podríamos percibir el límite, como ningún otro ser físico puede. 

¡Hay! 

jueves, 24 de febrero de 2011

Esto también es arte

(Pulsa en el título para leer la entrada completa)

Este fin de semana se ha celebrado en Madrid la feria de arte contemporáneo ARCO. Ahora que poco a poco he podido asimilar lo visto, es hora de plasmarlo en letras.

O mejor dicho, ya que una imagen vale más que mil palabras, más de lo que yo pueda decir lo plasmarán mis fotografías, que podréis ver después del salto de página.

A pesar de todo, hay muchas cosas que quedan abiertas al regresar a casa. ARCO, como toda feria, ofrece en docenas de stands, en este caso pertenecientes a las galerías, cientos, tal vez miles, de obras cuya calidad se considera la más alta.

Soy de aquellas personas que ante la duda, prefieren no poner demasiadas obras de arte una junto a otra, porque me da la sensación de que ocurre como con los perfumes, que la sensibilidad se colapsa a veces por exceso de información. Naturalmente que puedo pasar horas y horas viendo una obra tras otra... pero una tras otra. Me perturba enormemente cuando, por más que pretenda ver una sola, cinco obras se encuentran en mi ámbito visual. Puede ser una cuestión meramente subjetiva, pero me plantea la cuestión de cómo vemos el arte en la actualidad. ARCO es una oportunidad maravillosa para acercar cientos de obras a miles de personas, muchas de las cuales difícilmente encontrarán una ocasión semejante en nuestra sociedad de máximo resultado en el mínimo tiempo. No tengo crítica para esa iniciativa maravillosa.

Pero por un momento me he preguntado cómo sería vivir en una sociedad en la que la gente percibiera hasta qué punto el arte hace presente su dimensión humana y una feria de arte, por definición, fuera tan impensable como un mercado de esclavos. Donde la gente no necesitara de un macroevento para llevar a sus niños a ampliar su sensibilidad más allá de los cuadros de los libros de historia, a abrirse a las nuevas creaciones, a la nueva presencia de la mujer, a la experimentación con las nuevas tecnologías. No sé, vivir en un mundo donde a los niños se les educara en lugar de darles formación técnica, (o se les adoctrinara, como les gustaría a algunos), donde en lugar de "profesionales" y "ciudadanos" se formaran seres humanos: es una empresa que ya a Platón le quedó grande... pero qué bonito sería.

martes, 14 de diciembre de 2010

Belleza

Empiezo con esta una serie de entradas sobre la belleza, un tema que da para mucho más de lo que pueda decir aunque dedicara el blog a ello. La contemplación de las cosas bellas, la creación artística... poco a poco irán cayendo entradas como quien no quiere la cosa...

Y por supuesto hay que empezar por el principio. ¡Clásico no quiere necesariamente superado! Llegarán todos los puntos de vista pero... ¿qué implica suponer la belleza un trascendental?

Según Tomás de Aquino, el de la belleza es el último trascendental en el orden de la deducción. Deriva directamente del bien, pero del bien con relación la verdad. Es decir, si el ser con relación al entendimiento muestra su verdad, y con relación a la voluntad revela su bondad porque es apetecido, la belleza, a su vez, unifica ambas dimensiones del ser humano, porque es algo apetecido por la voluntad, pero cuyo deseo se aquieta no con la posesión, sino con la captación intelectual. Es el deseo y solaz de la inteligencia.

En cierta ocasión, reflexionando acerca de estas cuestiones, antes de conocer la deducción tomista, me preguntaba si la belleza no sería para la voluntad como lo es la sabiduría para el conocimiento. Pero también el amor podría ocupar esa posición privilegiada, el culmen de la voluntad como la sabiduría es el culmen del intelecto. La clave tomista soluciona este problema al darle su carácter relacional. La belleza relaciona al hombre consigo mismo, unifica sus dos caras recordándole que es un solo ser humano. Cabría preguntarse si, además del deseo y el aquietamiento de ese deseo en la voluntad, un derivado del bien referido al intelecto, no podría ser, paralelamente, la sabiduría de la voluntad, eso que se adecúa tan verdaderamente a la inteligencia que aquieta incluso la pasión, tal vez siguiendo más a Kant.

Un derivado de la verdad referido a la voluntad. Más que de buscar un término medio entre ambas expresiones (mejor que posturas), tal vez se amplíe nuestro conocimiento de la belleza, y nuestro deseo de ella, al observarla como el trascendental que más genuinamente muestra dos caras, dos sentidos sobre la misma dirección, y que por tanto resulta más genuinamente humano, y divino. Lo que unifica el espíritu cuando las mínimas necesidades de sus dos potencias están cubiertas. Lo menos necesario para sobrevivir, lo más lejano de la animalidad superviviente del hombre, y por tanto más específico, y más imprescindible para vivir.

Tal vez por eso, lo que tradicionalmente se considera la cumbre de la actividad intelectual, la Metafísica, se manifiesta, no en el pensamiento discursivo, sino en la contemplación (metafísica, la llaman) del ser. También la contemplación del otro, de su ser, de su yo, parece el estado más alto del amor. Al fin y al cabo, los trascendentales son una sola cosa, el ser, y en su cumbre convergen todos. Pero no deja de ser llamativo que la contemplación sea también la actividad más propia ante la belleza, también en sus más bajas muestras. Tal vez sea por eso, porque la belleza, relación entre intelecto y voluntad, cara y cruz, luz y oscuridad, muestra de un modo más perfecto la realidad metafísica de esos extraños seres que se realizan en la sabiduría y el amor.

sábado, 11 de diciembre de 2010

ESTADO DE ALARMA

Para leer completo mi análisis político y sociológico del primer estado de Alarma en España, had click en el título. 

A pesar de que los temas políticos no son los más agradables y los toco en este blog muy esporádicamente, este considero que tiene verdadera relevancia en sus consecuencias… y por lo difícil que ha sido la verdad de desenterrar.

Todos hemos seguido la huelga de controladores y hemos dicho “ya era hora” cuando se les ha “diciplinado”. Pero, ¿es tan simple como parece? ¿Sabemos realmente lo que sucedió? ¿Sabemos las consecuencias de todo esto? Un comentario de la profesora de Derecho Constitucional de mi Universidad despertó mi espíritu de periodismo de investigación, y vale la pena pararse a mirar cuál ha sido la secuencia de hechos en todo este asunto… porque las consecuencias que se pueden sacar son escalofriantes.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Y Punset dijo...

Esta reseña realizada al último libro de Punset es algo larga, pero sencillamente genial, y tiene la capacidad de hacernos pensar hasta qué punto nos creemos todo lo que diga cualquier gurú con aureola mediática... Pero lo mejor será que simplemente le deje hablar al profesor Arana, experto en filosofía y ciencia. Grande. Muy grande. 
Haz click en el título para leer la reseña completa. 
Juan Arana. Universidad de Sevilla

Eduard Punset
Reseña de: Eduardo Punset. El viaje al poder de la mente. Los enigmas más fascinantes de nuestro cerebro y del mundo de las emociones. 
Destino. Barcelona (2010). 364 págs.

¿Qué ocurre cuando llega a tus manos un libro escrito por una persona que acumula una larga ejecutoria y goza de notoriedad pública, que ha rebasado ya los setenta años, que confiesa sufrir una importante cardiopatía y haber recibido tratamiento para superar un cáncer de pulmón? Lo más natural es que surja en ti un sentimiento de respeto y admiración. He aquí, te dices, un hombre que ha sabido afrontar los desafíos de la existencia y que tampoco desvía la mirada cuando la muerte le sale al paso. Abres el volumen como si estuvieras ante un testamento, no porque pienses que va a ser lo último que escriba —Dios no lo quiera—, sino porque esperas encontrar allí una sabiduría esclarecedora, una ayuda para solventar tus propios problemas.

En esa disposición de ánimo di comienzo a la lectura de El viaje al poder de la mente. Los enigmas más fascinantes de nuestro cerebro y del mundo de las emociones (Barcelona, Destino, 2010, 364 pp.), la más reciente obra del economista, político, divulgador y polígrafo Eduardo Punset. Una de las tesis que defiende en ella es que los hombres somos reacios a cambiar de opinión. ¡Ea!, al menos en este caso, ha conseguido que yo cambiara la mía: antes de empezarlo pensaba que estaba ante un trabajo serio e importante; ahora que lo he leído estoy convencido de que se trata de un mal libro. Malo de solemnidad, lo digo sin paliativos, aunque mantenga la consideración y deferencia que merece quien lo ha compuesto. Ojalá escriba él muchas más cosas y tenga yo oportunidad de leérselas, pero la misma gravedad de las circunstancias que he evocado en el párrafo anterior me obliga a prescindir de paños calientes a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Tal vez esté profundamente equivocado, pero tampoco soy un niño, y creo que es urgente darle (y darme, en el caso de que se digne ejercer su derecho de réplica) la oportunidad de mejorar lo que sea mejorable, pues ya no estamos ninguno de los dos en situación de perder el tiempo con eufemismos e indirectas.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Rothko

Marck Rothko (Marcus Rothkowitz), fue un pintor nacido en Rusia que emigró muy joven a Estados Unidos, donde formó parte de la llamada escuela de Nueva York... y desde donde cambió nuestro modo de ver el arte.
"Cuando era joven el arte era una práctica solitaria: no había galerías ni coleccionistas ni críticos ni dinero. Sin embargo, era una edad de oro, pues no teníamos nada que perder y sí toda una visión que ganar. Hoy ya no es lo mismo. Es una época de una inmensa abundancia de actividad y de consumo. No me atrevo a aventurar cuál de las dos circunstancias sea mejor para el arte. Sin embargo, si sé que muchos de los que se ven impelidos a este modo de vida buscan desesperadamente bolsas de silencio en que arraigar y crecer. Todos esperamos que las encuentren."
Efectivamente, en esos últimos años de su vida, el mundo le consideraba a él, revolucionario, otro "viejo con valores". ¡Cómo era posible! Él que nunca llevó bien la fama ¡cómo vender sus cuadros a un restaurante para que "cerdos burgueses" comieran delante de ellos!, que se mantuvo en silencio, “No hay nada más preciso que el silencio. ¡Qué hace un artista visual hablando de su obra!”, decidió finalmente dar una conferencia dando los “ingredientes de una obra de arte”:

1. Debe existir una intensa preocupación por la muerte. 
2. Lo sensual es el fundamento de nuestro ser concreto en el mundo. Obramos por la materia. 
3. La tensión, el conflicto. La creación no es fácil. 
4. La ironía. Un ingrediente moderno, el acto de autonegación y autoexamen, por el que un hombre puede superar el instante y pasar a otra cosa. 
5. Ingenio y juego. El hombre jugando con las formas. 
6. Lo efímero y el azar, el elemento humano. 
7. La esperanza. Un diez por ciento del peso, para hacer más soportable el concepto trágico.

Con todo, nunca se perdió ni se perderá el espíritu que provocó un cambio generacional, de las vanguardias al arte contemporáneo, y que se ve latir en está carta que escribió junto con Adloph Gottlieb al editor del New York Times:

[...] No pretendemos defender nuestros cuadros. Ya se defienden ellos solos. Los consideramos declaraciones en sí mismos. Su incapacidad de rechazarlos o menospreciarlos es la prueba evidente del poder comunicativo que contienen. [...] 
[...]No existe ningún texto capaz de explicar nuestros cuadros. Su explicación debe surgir de la experiencia que se consuma entre el cuadro y el espectador. La apreciación del arte consiste en un matrimonio de mentes. Y en el arte, al igual que en el matrimonio, la falta de consumación es causa de nulidad. 
Lo importante, a nuestro parecer, no es la explicación de los cuadros, sino el que las ideas intrínsecas contenidas dentro de los marcos de dichos cuadros tenga algún significado. 
Sentimos que nuestros cuadros manifiestan nuestras creencias estéticas, de entre las cuales enumeramos: 
1 - El arte, es para nosotros, una aventura hacia un mundo desconocido, que solo puede ser explorado por aquellos que estén dispuestos a asumir riesgos. 
2 - Tal mundo imaginario es libre y se opone violentamente al sentido común. 
3 - Nuestra función como artistas es hacer que el espectador vea el mundo a nuestro modo, no al suyo propio. 
 
4 - Estamos a favor de la expresión simple del pensamiento complejo. También estamos a favor de los formatos grandes porque poseen el impacto de lo inequívoco. Deseamos reafirmar el plano pictórico. Estamos a favor de las formas planas porque destruyen la ilusión y revelan la verdad. 
5 - Esta comúnmente aceptado entre los pintores el que no importe lo que se pinte siempre y cuando esté bien pintado. Esta es la esencia del academicismo. No existe ningún cuadro de valor que no trate nada. Reafirmamos que el tema resulta crucial y que solo tiene valor aquel tema que sea trágico e intemporal. Por ello profesamos una afinidad espiritual con el arte primitivo y arcaico. 
Como consecuencia, si nuestro trabajo plasma estas creencias, ofenderá a cualquiera que se sienta espiritualmente afín a la decoración de interiores; a los cuadros para el hogar, a los cuadros para encima de la repisa, a los cuadros de paisajes americanos, a los cuadros sociales, a la pureza en el arte, a las obras mediocres ganadoras de premios, a la National Academy, a la Whitney Academy, a la Corn Belt Academy, a las castañas; a las tonterías trilladas, etc.[...] 

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lunes, 26 de abril de 2010

Haiku VI



La primavera

está, flota en el aire,

todo pelusa.

viernes, 9 de abril de 2010

La "segunda palabra"

Otra vez de regreso, traigo de nuevo a colación el tema abierto en El Austin irracional, que tanta polémica y discusiones suscitó, gracias a la atenta mirada de Caracol Tigre. Creo que con esta nota podré aclarar el punto principal.

El quid del asunto está en un estrato más profundo que la mera discusión sobre si las palabras son válidas para estudiar la verdad a través de ellas o no, que ya de por sí es sumamente interesante. Se trata, considero, de un peligro que acecha a casi todos los grandes pensadores, si no se andan con pies de plomo. Y es que si la búsqueda del filósofo es la de la verdad, a menudo, sin pretenderlo, la reducen para que encaje en su sistema del modo más apropiado. (A este respecto, resulta muy interesante el ensayo de Enrique Alarcón El debate sobre la verdad.)

En el caso de Austin, he de concretar que, como Caracol Tigre ha hecho notar, debería ceñirme a hablar específicamente de las realidades humanas, que es a las que él dedica su atención, y no necesariamente de las naturales o metafísicas. Hablando de estas realidades, realiza una pormenorizada teoría sobre los actos del habla qua va poco a poco arrojando luz sobre las diferentes situaciones humanas. Hasta aquí la primera palabra de la filosofía. Bien.

Ahora, ¿dónde empieza la "segunda palabra"? ¿Por dónde continuar la inquisición filosófica, en qué parte de la muy detallada doctrina de Austin se encuentra la línea abierta a posterior ampliación? Es en ese sentido que quiero decir que la verdad se resiente de la empresa austiniana. Por que, aunque no la trate directamente, establece para ella unos criterios tales que no es posible, por la misma senda que él marcó, desarrollar una teoría de la verdad más allá de sus criterios lingüísticos. Es preciso, por el contrario, salir del sistema de Austin para poder ampliarlo. En lugar de llevar en su interior su propio método de crecimiento, porta su misma desmantelación.

Con ello no quiero dejar de beneficiar a Austin de la duda de que él mismo no estuviera advertido de esta dificultad, y considerara su propio proyecto el análisis de una parcela restringida de la realidad, la lingüística, que no se identifica (ni siquiera, me permito parafrasear a Wittgenstien, en su aspecto estructural) con la realidad en su conjunto. Posiblemente sea así, pero cabe la posibilidad de darle la lectura que he hecho notar antes, y por esa razón deseo dejar está nota de advertencia para posibles incondicionales de este brillante inglés que, tal vez sin pretenderlo, puedan terminar dando un golpe bajo a la filosofía, quizá incluso sin recordar dónde lo leyeron...

viernes, 4 de diciembre de 2009

El Austin Irracional

Es fácil ver en J.L. Austin las mismas líneas principales de algunos de sus contemporáneos, como Wittgenstein y los filósofos analíticos, y creíble la afirmación de que su obra influyó en el giro lingüístico de la filosofía [1]. Su propuesta es apasionante, y tan aparentemente práctica que tan extraño resulta que no se haya planteado antes como lógico que haya sido de tal influencia. 

Sin embargo, un punto ensombrece el amplio panorama. Una nubecita en el horizonte, que a medida que se va profundizando en ella toma visos de ser un nubarrón capaz de opacar definitivamente el día. Al exponer su teoría Austin aseguró por todos los medios que el análisis del lenguaje no podía ser la última palabra en el tratamiento de la verdad, pero que debía ser indudablemente la primera. 

Si embargo, del ensayo que he leído acerca de su pensamiento se desprende otra cosa, y ciertamente no me parece desacertado por parte del autor. Pues, una vez se ha dicho esa “primera palabra” acerca de la verdad, dentro de toda una teoría general (y por tanto pretendidamente completa) del lenguaje, ¿cabe otra cosa? Dice en su Alegato en pro de las excusas que: 

Cuando examinamos qué diríamos cuándo, qué palabras usaríamos en qué situaciones, no estamos meramente considerando las palabras (o "los significados", sean lo que fueren), sino también las realidades, para hablar de las cuales usamos las palabras. [2]

En tal caso, si al analizar las palabras, examinamos las realidades mismas, ¿para qué mirar más allá de ellas? Por una parte, dice que el análisis lingüístico es la inalterable primera palabra en filosofía, pero no la agota. Por otra parte, dice que cuando examinamos las palabras, también con ellas las realidades a las que se refieren. Toda una serie de matices acerca de los enunciados, las oraciones, y los actos de habla, perfeccionan su teoría del lenguaje y reducen la de la verdad. Como consecuente filósofo, completa la doctrina del lenguaje que había comenzado, y ello implica agotarla (en la medida en que eso es posible en filosofía). Entonces el sistema de Austin se contradice internamente, está basado en una cierta falacia. 

Quiso hacer, por medio de una fenomenología del lenguaje, unos criterios veritativos, por encima de los lógicos, pero alejados de las abstracciones de lo mental. Pero, al mismo tiempo, ¿ése análisis lingüístico basta como explicación de la realidad, de la verdad en todas sus facetas? –No he querido utilizar las palabras en general para dialogar con Austin de modo que no pueda, al menos, achacarme una abstracción ilegítima dentro de su pensamiento, y centrar al problema–. Estos criterios (que hacen inevitablemente venir a la memoria los del primer Wittgenstein o el Círculo de Viena), reducen la verdad a un artificio convencional, ligado exclusivamente a la articulación fáctica de una locución del lenguaje. 

Al hacer una fenomenología del lenguaje, introduce dentro de ella incluso los elementos más propiamente activos de la verdad, ligándola a una cierta teoría de la conducta. Los campos, entonces, parecen completos, no hay nada que añadir, salvo que resulta pobre para explicar todo lo que en ellos mismos se produce. La secuencia lógica parece perfecta hasta que nos damos cuenta al final de que el resultado es evidentemente insuficiente o, al menos, contradictorio con la primera premisa. 

Y lo más inquietante de todo ello es precisamente la conciencia de la amplia influencia de Austin en filósofos posteriores. ¿Tal vez todo el estudio de la filosofía del lenguaje, toda la tradición analítica y las que de ella se derivan están basadas en una oculta aporía? Si la verdad es una relación entre las palabras –convencionales, modificables– y el mundo [3], ¿el silencio nos libera de la racionalidad como la imaginación nos hace legisladores del cosmos? ¿Es posible tal irracionalidad como consecuencia de un método tan deliberadamente racional? 

He de responder que sí. Pero también tengo que añadir que no es insalvable. Pues como sucede a menudo con las dificultades radicales, que se van agrandando a medida que nos alejamos del punto de fuga, en su origen son de matiz. La cuestión es sencilla. Las palabras son, de hecho, el instrumento por medio del cual nos comunicamos, y elaboramos el pensamiento, filosófico o de cualquier otro tipo, empleándolas, especialmente si es por medio del diálogo. Inevitablemente, al analizar las cosas, analizamos las palabras con las que las denominamos, de ese modo las objetivamos, y al analizar las palabras, sólo puede tener sentido si es en referencia a las realidades que designan. Por ello, un análisis lingüístico es útil e, incluso como dice Austin, tal vez la primera palabra de la filosofía. El propio Aristóteles comenzaba sus reflexiones apelando al decir de la gente. Sin embargo, es importante tener presente que, aunque lo anteriormente dicho sea cierto, las palabras y las realidades a las que remiten son dos cosas diferentes. Y por tanto, no siempre puede emplearse con ellas la misma metodología. Si se estudia exclusivamente el lenguaje, bien está la teoría de Austin. Pero si se estudia por medio de él a la realidad, como él mismo dijo hacer, entonces no se pueden aplicar a ella con tanta facilidad nociones como convencionalidad. Es una confusión de conceptos, un salto sin justificar. Ése es el error de fondo y de matiz. 

Ahora, no siempre se ha producido en sus seguidores. Por ello, continúo considerando que la filosofía del lenguaje es una herramienta más que válida para la filosofía. Incluso, a falta de pruebas se le puede conceder al propio Austin el beneficio de la duda. Pero mucho cuidado, mírese bien dónde se ponen los pies. Por que, cosa curiosa, aunque suene irracional, el irracionalismo existe. Aunque suene ilógico, puede ocultarse bajo la propia lógica. 


[1] Cifr., "http://www.infoamerica.org/teoria/austin1.htm", 2009.

[2]"A Plea for Excuses", Proceedings of the Aristotelian Society, LVII (1956-57). Compilado en Philosophical Papers, Oxford U. P., 1970 (2a. ed.), p. 182. (Hay versión castellana de A. García Suárez, Escritos Filosóficos, Revista de Occidente, Madrid, 1975).

[3]"Truth", Ph. P., p. 130, n.

sábado, 17 de octubre de 2009

Haiku V



Quieren entender

pero aun así escuchan

miles de voces.
                    



jueves, 10 de septiembre de 2009

Stand Alone Complex


¿Tal vez padezco Complejo de Autosuficiencia?

¿Tal vez tanta producción, tanta promesa, tanto blog y tanto ensayo no son más que un copycat más de todos aquellos que se creen capaces de cambiar el mundo? ¿Para qué tanta filosofía? ¿Tal vez soy demasiado inocente desde detrás de mi teclado? ¿Cuántas personas habrán querido cambiarlo todo con un libro, un ensayo, una idea?

¿Todo quedará acaso en el olvido? ¿O quizá desencadenará una serie de reacciones y acontecimientos que no espero? ¿Si soy una más, no somos multitud? El poder de esa multitud es que cada uno actúa solo, a su manera, sin contacto real, cada uno según sus ideas... pero persiguiendo lo mismo. Cada uno se cree autosuficiente. Si soy la primera, ¿no puedo hacer multitud, puedo mover a la masa? ¿Puedo hacer algo real de una idea surrealista?

¿Cómo sé si soy el original o una copia? ¿Quién instiga la revolución? ¡¿Cómo lograr el cambio?, veo tanto, veo tanto que cambiar! Pero. ¿quién soy yo? ¿Qué papel tengo? ¿Es que hay alguien capaz de combatir la injusticia?

Y sin embargo, ¿acaso debo actuar como una sordomuda ante todo ello?

"I thought what I'd do was, I'd pretend I was one of those deaf-mutes." (Salinger)

¿Caer en la desesperación de enfrentarme a una máquina social perfecta, automática?



No.



Todavía soy demasiado idealista.



Soy libre.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Rojo y Verde

Imaginemos un mundo con dos colores, rojo y verde. Supongamos, además, dos personas en ese mundo, por ejemplo, yo misma y una amiga, quienes vemos los colores de forma invertida. Es decir, todo lo que ella ve como rojo, con sus variantes de tonalidad, intensidad y demás, mis sentidos me lo presentan como lo que en su mente es verde. Y lo que para ella es verde, para mí es rojo, y viceversa en ambos casos. Todo ello debido, tal vez, a una distinta posición de los conos de nuestros ojos, o al modo en el que traducen en impulsos eléctricos lo que les acontece.

A pesar de todo, nosotras no somos conscientes. En realidad, no tendríamos modo de saberlo, pues no somos capaces de entrar en el interior de la otra y ver el mundo desde sus sentidos. Lo cierto es que ambas paramos delante de un semáforo del color que desde niñas llamamos rojo, aunque el modo en el que seamos conscientes de ello sea diferente, y ambas somos capaces de combinar con perfecto gusto (o falta de él) las tonalidades y mezclas de colores al vestir, pues somos capaces de percibir las variantes de tonalidad de forma análoga y nos hemos criado en el mismo entorno cultural.

¿Supone entonces esa diferencia fundamental de nuestra percepción del mundo un problema? Mi respuesta es que no. No se trata únicamente de que actuemos de igual modo ante lo que percibimos, que es un signo muy importante de esto que estoy diciendo. Lo que hace que el que veamos colores diferentes no sea relevante, es el hecho de que cuando mi amiga señalaba un clavel con el dedo de niña, orgullosa de ir ampliando su bagaje de palabras, y decía “rojo”. Yo respondía “sí, rojo”.

Al margen de nuestras imágenes internas, lo importante es que estábamos nombrando de igual manera una misma propiedad física presente en el objeto e independiente de nosotras, no nombrábamos una propiedad de nuestras percepciones. El valor de nuestro conocimiento era exactamente el mismo. Ambas conocíamos la realidad a través de nuestros sentidos. Y podíamos saber, sin planteárnoslo, que accedíamos verdaderamente a una realidad subyacente porque podíamos comunicarla con los demás, que también accedían a ella, y ser entendidas.

Lo mismo ocurre fuera de ese mundo con dos colores, en un mundo plagado de percepciones, colores, sonidos, olores, sensaciones. En nuestro mundo. Aunque no tengamos modo de saber (o tal vez la ciencia lo tenga) si no vemos el mundo a través, por ejemplo, de una imagen de colores invertidos, eso no supone ningún problema. Porque el lenguaje nos mantiene en contacto con la realidad a través de los demás, que aparte de ser integrantes de esa realidad externa a cada uno de nosotros, son capaces de comunicarnos que ellos también la perciben, aunque puedan opinar de manera diferente acerca de ella.

Por eso somos capaces de crear conocimiento a partir de un mundo completamente indiferente a los intercambios de información sobre él. Sabemos que accedemos a las mismas realidades físicas, y somos los únicos en hacerlo. A veces, acostumbrados a vivir entre nosotros, olvidamos que somos una minoría ante la generalizada idiotez del cosmos. Aterradoramente inconscientes de nuestra consciencia, nos movemos entre nosotros dando por sentado en la práctica que la naturaleza es de asfalto y cemento.

La gente cruza la calle a toda velocidad pensando en la lista de la compra, la próxima fiesta y ésa reunión de trabajo, sin maravillarse de su privilegiada posición de humano entre otros humanos capaces de entenderle y crear para ellos un mundo a medida, lejos de las cavernas y de las partidas de caza. Y al olvidar que eso es un privilegio, corre el peligro de olvidar que conlleva también una responsabilidad ante esa naturaleza tan vulnerable a nuestros deseos.

Consideramos que nuestro mundo es la sociedad, cuando ésta es una pequeña parte de un gran cosmos determinado físicamente. La diminuta y extraordinaria parte que es capaz de escapar a esa determinación y colocarse por encima de ella, de hablar sobre ella.

Y todo eso es gracias al lenguaje. Porque, a pesar de nuestra racionalidad, es él el único que nos da el sosiego, justificado, de saber que no somos enajenados en la celda de aislamiento de nuestra propia conciencia.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Inhumano, tal vez.

George Steiner:

Ahora sabemos que leer a Goethe y a Rilque, disfrutar con Mozart o Bach, es compatible con matar a millones de inocentes. Después del Siglo de las Luces, después de las Exposiciones Internacionales de París, Londres y Barcelona, cimas de la confianza liberal burguesa, surge el horror de los campos de la muerte en Rusia y Alemania, las grandes matanzas, dos guerras mundiales entre 1914 y 1945. Setenta millones de hombres, mujeres y niños perecen en Europa, ya sea en los campos de batalla o por hambre, por deportación y torturas, en campos de exterminio y cámaras de gas. Sólo en Verdún, la cifra inconcebible de medio millón de muertos.

Nada nos había preparado para el siglo XX. Con Kant se hablaba de paz universal, de guerra local profesional. Así que el primer problema, contra el que lucho en todos mis libros y en toda mi enseñanza, es muy simple: ¿por qué las humanidades y la razón no nos han dado protección alguna contra lo inhumano? Ni la gran literatura, ni la música o el arte han podido impedir la barbarie total. En realidad, se han convertido en ornamento de esa barbarie, en un hermoso marco para el horror.

¿Por qué la cultura no impide la barbarie? No lo sé. Yo he planteado el problema y espero una respuesta.



Yo: ¿Y estamos preparados para el S XXI?


viernes, 17 de julio de 2009

Haiku IV




Siento haberte olvidado
y por no sufrir

es que lo siento tanto.

miércoles, 3 de junio de 2009

Imperativo de un Genio


El prólogo de las Investigaciones Filosóficas inevitablemete se presta a la comparación. La comparación con el del libro anterior de Wittgenstein, el Tractatus Logico-Philosophicus, la comparación con la propia vida.

Es curioso como, habiendo cambiado tanto que se puede hablar de un primer y de un segundo Wittgenstein, en realidad haya cambiado tan poco. Él mismo afirma que su pensamiento, incluyendo el erróneo Tractatus, debe verse como un todo, como una evolución, por lo cual sus dos libros de filosofía deberían ser publicados conjuntamente. Es en cierto modo el deseo del creador de ver su prole como algo completo, comprensible y sin favoritismos que pudieran hacer perder parte de ello. Me recuerda a Jorge Guillén, el autor de la generación del '27 que reunió todas sus obras de poesía
(las cuales iba engrosando en cada edición) bajo un mismo título, Aire Nuestro. Recuerdo que cuando supe eso (era sólo una adolescente) me llamó mucho la atención, y me pareció las idea más coherente y hermosa del mundo.

Con todo, la propia actitud de Wittgenstein ante el Tractatus y las Investigaciones es absolutamente opuesta. Podría resumirse en el paso de la orgullosa aserción, “la verdad de los pensamientos aquí comunicados me parece, en cambio, intocable y definitiva”[1], a “Me hubiera gustado producir un buen libro”[2]. Cuando las Investigaciones Filosóficas son, qué duda cabe, un libro fundamental. Y tal vez lo sean precisamente por eso. La soberbia injustificada es una preocupación constante en la vida de Wittgenstein, y es un auténtico deleite ver en sus últimos escritos ese carácter amansado por los años que imaginamos en una persona lograda.

Otro detalle llamativo de la unidad de Wittgenstein es el estilo. A
pesar del paso del tiempo, nunca llega a escribir un libro con una redacción continuada. Lo que en el Tractatus eran aforismos, en las Investigaciones son anotaciones más extensas, pero anotaciones al fin y al cabo. Se trata de fragmentos sobre temas específicos, que si bien tienen una relación lógica, evidente para quien capte su esencia, resultarían dificilísimos de coordinar linealmente. En lugar de centrarse en la resolución de un problema, el autor va acumulando docenas de pequeñas cuestiones apremiantes que no pueden dejarse de lado, pero se solapan unas con otras, y aunque forman un todo unitario, éste resulta casi imposible de explicitar.

He de decir que este detalle me sirve personalmente de gran consuelo. Cierta especie de responsabilidad laboral parece instigar a la especialización y al discurso específico. Por otra parte, miles de ideas sin conexión visible bullen en mi mente, y dan la sensación de no llegar a buen término jamás, como quien quiere picar un poco de todo y todo de nada. Parecen tener vocación de naufragio, de diluirse en demasiados frentes que luego no habrán de llegar a puertos concretos. Y sin embargo, se han escrito libros de ese modo. Tal vez, sólo tal vez, sea posible.

Sin embargo, hay en mí un temor que no parece tan fácil de disipar. Y es precisamente el de la ya citada soberbia, el de llegar a creer que pudiera hacer algo por encima de mi alcance. Temo, supongo, abrir mi gran boca de buzón para decir, tengo éste proyecto, tales ideas bullen en mi cabeza, para que luego no resulten una realidad tangible, que todas esas intuiciones viscerales no lleguen nunca a tener un verdadero rigor lógico, bien por falta de talento, bien por falta de constancia o disciplina. Lo primero es una posibilidad real, lo segundo un hecho de facto en la actualidad. Que por no saber dejar de arañar el todo o nada, y no resignarme a la nada, me crea capaz de más de lo que me es legítimo. Y al mismo tiempo, no puedo escapar al imperativo moral de intentarlo, no fuera a ser capaz.

*****

Cuando Wittgenstein escribe, al final del prólogo a las Investigaciones, “quisiera (...), si fuera posible, estimular a alguien a tener pensamientos propios”[3], siento que me increpa personalmente, y se me encabritan el estómago, la mente y las ideas que se agazapan al fondo de ella.

Pero no he de reconocerlo en voz alta.


[1] Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza Editorial, 1987, p. 13.

[2] Wittgenstein, L., Investigaciones Filosóficas (trad.cast. A. García Suárez, U. Moulines), ed. Crítica, Barcelona, 1988. Prólogo.

[3] Wittgenstein, L., Investigaciones Filosóficas (trad.cast. A. García Suárez, U. Moulines), ed. Crítica, Barcelona, 1988. Prólogo.