Imaginemos un mundo con dos colores, rojo y verde. Supongamos, además, dos personas en ese mundo, por ejemplo, yo misma y una amiga, quienes vemos los colores de forma invertida. Es decir, todo lo que ella ve como rojo, con sus variantes de tonalidad, intensidad y demás, mis sentidos me lo presentan como lo que en su mente es verde. Y lo que para ella es verde, para mí es rojo, y viceversa en ambos casos. Todo ello debido, tal vez, a una distinta posición de los conos de nuestros ojos, o al modo en el que traducen en impulsos eléctricos lo que les acontece.
A pesar de todo, nosotras no somos conscientes. En realidad, no tendríamos modo de saberlo, pues no somos capaces de entrar en el interior de la otra y ver el mundo desde sus sentidos. Lo cierto es que ambas paramos delante de un semáforo del color que desde niñas llamamos rojo, aunque el modo en el que seamos conscientes de ello sea diferente, y ambas somos capaces de combinar con perfecto gusto (o falta de él) las tonalidades y mezclas de colores al vestir, pues somos capaces de percibir las variantes de tonalidad de forma análoga y nos hemos criado en el mismo entorno cultural.
¿Supone entonces esa diferencia fundamental de nuestra percepción del mundo un problema? Mi respuesta es que no. No se trata únicamente de que actuemos de igual modo ante lo que percibimos, que es un signo muy importante de esto que estoy diciendo. Lo que hace que el que veamos colores diferentes no sea relevante, es el hecho de que cuando mi amiga señalaba un clavel con el dedo de niña, orgullosa de ir ampliando su bagaje de palabras, y decía “rojo”. Yo respondía “sí, rojo”.
Al margen de nuestras imágenes internas, lo importante es que estábamos nombrando de igual manera una misma propiedad física presente en el objeto e independiente de nosotras, no nombrábamos una propiedad de nuestras percepciones. El valor de nuestro conocimiento era exactamente el mismo. Ambas conocíamos la realidad a través de nuestros sentidos. Y podíamos saber, sin planteárnoslo, que accedíamos verdaderamente a una realidad subyacente porque podíamos comunicarla con los demás, que también accedían a ella, y ser entendidas.
Lo mismo ocurre fuera de ese mundo con dos colores, en un mundo plagado de percepciones, colores, sonidos, olores, sensaciones. En nuestro mundo. Aunque no tengamos modo de saber (o tal vez la ciencia lo tenga) si no vemos el mundo a través, por ejemplo, de una imagen de colores invertidos, eso no supone ningún problema. Porque el lenguaje nos mantiene en contacto con la realidad a través de los demás, que aparte de ser integrantes de esa realidad externa a cada uno de nosotros, son capaces de comunicarnos que ellos también la perciben, aunque puedan opinar de manera diferente acerca de ella.
Por eso somos capaces de crear conocimiento a partir de un mundo completamente indiferente a los intercambios de información sobre él. Sabemos que accedemos a las mismas realidades físicas, y somos los únicos en hacerlo. A veces, acostumbrados a vivir entre nosotros, olvidamos que somos una minoría ante la generalizada idiotez del cosmos. Aterradoramente inconscientes de nuestra consciencia, nos movemos entre nosotros dando por sentado en la práctica que la naturaleza es de asfalto y cemento.
La gente cruza la calle a toda velocidad pensando en la lista de la compra, la próxima fiesta y ésa reunión de trabajo, sin maravillarse de su privilegiada posición de humano entre otros humanos capaces de entenderle y crear para ellos un mundo a medida, lejos de las cavernas y de las partidas de caza. Y al olvidar que eso es un privilegio, corre el peligro de olvidar que conlleva también una responsabilidad ante esa naturaleza tan vulnerable a nuestros deseos.
Consideramos que nuestro mundo es la sociedad, cuando ésta es una pequeña parte de un gran cosmos determinado físicamente. La diminuta y extraordinaria parte que es capaz de escapar a esa determinación y colocarse por encima de ella, de hablar sobre ella.
Y todo eso es gracias al lenguaje. Porque, a pesar de nuestra racionalidad, es él el único que nos da el sosiego, justificado, de saber que no somos enajenados en la celda de aislamiento de nuestra propia conciencia.