El Tractatus de Wittgenstein supone para quien lo lee una especie de catarsis. Tal vez sea la combinación con su carismática personalidad, o su paradigmática biografía, lo que hace que la lectura de su obra me resulte tan emocionante. Tal vez simplemente me siento identificada con su personalidad. Me pregunto si, de haber podido conocer mejor las biografías de otros genios de la antigüedad, sentiríamos lo mismo ante sus libros.
Lo curioso es que ni siquiera estoy de acuerdo con la mayoría de las cosas que dice (con otras sí). Seguramente me encuentre más cerca de la filosofía del segundo Wittgenstein. Con todo, el planteamiento de ideas, el modo de pensar, de concebir la filosofía del primero, no puede ser pasado por alto.
A pesar de sus errores –de los que él mismo se dio cuenta más adelante en su vida- ese libro tiene la propiedad de hacer pensar, de abrir nuevos horizontes, no tanto en el contenido como en la forma. O tal vez, de nuevo, esté mezclando vida y obra –si es que eso supone un problema-. El conocimiento de su versatilidad: filósofo, músico, arquitecto e ingeniero, y de su coherencia entre vida y filosofía, me llena de un enorme optimismo a pesar de que muchos hayan tachado, con o sin razón, su existencia de trágica.
Creo que se pueden hacer grandes cosas. La excusa de “es que él era un genio”, me parece pobre. Hay una enorme potencialidad a mi alrededor, muchas veces opacada por timidez, por un “es que esta asignatura no me gusta tanto”, o por un “no soy tan inteligente como creéis”. Cuando en realidad, llegando al límite de sus posibilidades, buscando su propia perfección podrían, podríamos, ser los genios de nuestra vida.
Wittgenstein, su Tractatus, su vida, tienen la virtud de hacer creíble esta afirmación. A veces, buscando la perfección académica, las altas calificaciones, la idea genial, nos olvidamos de explotar lo que ya tenemos. Nadie duda de los muchos errores de Wittgenstein –aunque sólo sea porque a distintas edades dice cosas diferentes-, como tampoco nadie duda de su genialidad.
Y seguramente, lo más fascinante de este hombre no está en lo que quiso escribir, ni lo que no escribió, sino en lo que no se dio cuenta de que sí escribió. Me explico: en el Tractatus afirma que de lo que no se puede hablar hay que callar, y que las proposiciones metafísicas se encuentran en ese ámbito, de hecho, ni siquiera son proposiciones. Y sin embargo, él mismo elabora una cierta cantidad de aforismos de gran calado metafísico. Se protege diciendo que quien los comprenda verá que son absurdos, que no dicen, sino que muestran una realidad a la que accedemos ya sin ellas.
Genial, absurdo.
Después afirma dramáticamente que se había equivocado en todo[1]. De lo que no se dio cuenta –o al menos no lo escribió- fue de que, en realidad, la diferencia entre sus concepciones filosóficas no era tan grande ni tan traumática. Porque él, en el Tractatus, había empleado las posibilidades del lenguaje natural en la práctica, tal y como lo vio después en la teoría. La posibilidad de descubrir algo más allá de lo que expresa la propia proposición. Porque es cierto, no todo se puede describir con la claridad de las ciencias naturales. Hay cosas que hay que mostrar. Por eso, un sentimiento se comprende mejor en una buena poesía que en una clase de psicología. Se siente, aunque la poesía en cuestión hable de cualquier cosa menos de dicho sentimiento. Lo que Wittgenstein tardó mucho más en ver es que ese método también podía ser adecuado para la filosofía. Tardó, debo decir, en verlo en la teoría, porque en la práctica siempre lo supo. Pues era filósofo y artista, y ambas potencialidades confluían en un sólo hombre, a pesar de que quisiera autoimponerse un rigor lógico imposible.
De hecho, incluso su cuadriculada manera de escribir, propia de un ingeniero, revela una sensibilidad y una calidad estética sobresaliente. No sólo el hecho de que la primera frase sea un perfecto pareado rítmico en alemán –Die Welt ist alles, was der Fall ist[2]–. Sino la armoniosa ilación entre cada uno de sus aforismos, como un extraño poema que expresa exactamente lo que debe ser dicho para representar cada uno de esos pensamientos como es, sin innecesarias explicaciones que lo desvirtúen.
Curiosamente, sobre ello afirma: “En este punto soy consciente de haber quedado muy por debajo de lo posible”. Supongo que, si no fuera una perfeccionista incorregible, en este momento hubiera dicho –qué osadía– que se equivoca de nuevo. Y de hecho es así, aunque cualquier verdadero autor será incapaz de verlo en su propia obra. Por todo esto, yo más bien hubiera terminado el prólogo del Tractatus así:
La forma estética de los pensamientos aquí comunicados me parece, en cambio, intocable y definitiva. Soy, pues, de la opinión de haber replanteado definitivamente, en lo esencial, los problemas. Y, si no me equivoco en ello, el valor de este trabajo se cifra, en segundo lugar, en haber mostrado cuanto se puede hacer aún por resolver estos problemas.[3]
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[1] Cfr.Dennett, D., Ludwig Wittgenstein, Time, March 29, 1999, p. 24.
[2] “El mundo es todo lo que es el caso” de Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza Editorial, 1987, p. 15.
[3] Cfr.: “La verdad de los pensamientos aquí comunicados me parece, en cambio, intocable y definitiva. Soy, pues, de la opinión de haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas. Y, si no me equivoco en ello, el valor de este trabajo se cifra, en segundo lugar, en haber mostrado cuán poco se ha hecho con haber resuelto estos problemas” de Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza Editorial, 1987, p. 13.