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viernes, 4 de diciembre de 2009

El Austin Irracional

Es fácil ver en J.L. Austin las mismas líneas principales de algunos de sus contemporáneos, como Wittgenstein y los filósofos analíticos, y creíble la afirmación de que su obra influyó en el giro lingüístico de la filosofía [1]. Su propuesta es apasionante, y tan aparentemente práctica que tan extraño resulta que no se haya planteado antes como lógico que haya sido de tal influencia. 

Sin embargo, un punto ensombrece el amplio panorama. Una nubecita en el horizonte, que a medida que se va profundizando en ella toma visos de ser un nubarrón capaz de opacar definitivamente el día. Al exponer su teoría Austin aseguró por todos los medios que el análisis del lenguaje no podía ser la última palabra en el tratamiento de la verdad, pero que debía ser indudablemente la primera. 

Si embargo, del ensayo que he leído acerca de su pensamiento se desprende otra cosa, y ciertamente no me parece desacertado por parte del autor. Pues, una vez se ha dicho esa “primera palabra” acerca de la verdad, dentro de toda una teoría general (y por tanto pretendidamente completa) del lenguaje, ¿cabe otra cosa? Dice en su Alegato en pro de las excusas que: 

Cuando examinamos qué diríamos cuándo, qué palabras usaríamos en qué situaciones, no estamos meramente considerando las palabras (o "los significados", sean lo que fueren), sino también las realidades, para hablar de las cuales usamos las palabras. [2]

En tal caso, si al analizar las palabras, examinamos las realidades mismas, ¿para qué mirar más allá de ellas? Por una parte, dice que el análisis lingüístico es la inalterable primera palabra en filosofía, pero no la agota. Por otra parte, dice que cuando examinamos las palabras, también con ellas las realidades a las que se refieren. Toda una serie de matices acerca de los enunciados, las oraciones, y los actos de habla, perfeccionan su teoría del lenguaje y reducen la de la verdad. Como consecuente filósofo, completa la doctrina del lenguaje que había comenzado, y ello implica agotarla (en la medida en que eso es posible en filosofía). Entonces el sistema de Austin se contradice internamente, está basado en una cierta falacia. 

Quiso hacer, por medio de una fenomenología del lenguaje, unos criterios veritativos, por encima de los lógicos, pero alejados de las abstracciones de lo mental. Pero, al mismo tiempo, ¿ése análisis lingüístico basta como explicación de la realidad, de la verdad en todas sus facetas? –No he querido utilizar las palabras en general para dialogar con Austin de modo que no pueda, al menos, achacarme una abstracción ilegítima dentro de su pensamiento, y centrar al problema–. Estos criterios (que hacen inevitablemente venir a la memoria los del primer Wittgenstein o el Círculo de Viena), reducen la verdad a un artificio convencional, ligado exclusivamente a la articulación fáctica de una locución del lenguaje. 

Al hacer una fenomenología del lenguaje, introduce dentro de ella incluso los elementos más propiamente activos de la verdad, ligándola a una cierta teoría de la conducta. Los campos, entonces, parecen completos, no hay nada que añadir, salvo que resulta pobre para explicar todo lo que en ellos mismos se produce. La secuencia lógica parece perfecta hasta que nos damos cuenta al final de que el resultado es evidentemente insuficiente o, al menos, contradictorio con la primera premisa. 

Y lo más inquietante de todo ello es precisamente la conciencia de la amplia influencia de Austin en filósofos posteriores. ¿Tal vez todo el estudio de la filosofía del lenguaje, toda la tradición analítica y las que de ella se derivan están basadas en una oculta aporía? Si la verdad es una relación entre las palabras –convencionales, modificables– y el mundo [3], ¿el silencio nos libera de la racionalidad como la imaginación nos hace legisladores del cosmos? ¿Es posible tal irracionalidad como consecuencia de un método tan deliberadamente racional? 

He de responder que sí. Pero también tengo que añadir que no es insalvable. Pues como sucede a menudo con las dificultades radicales, que se van agrandando a medida que nos alejamos del punto de fuga, en su origen son de matiz. La cuestión es sencilla. Las palabras son, de hecho, el instrumento por medio del cual nos comunicamos, y elaboramos el pensamiento, filosófico o de cualquier otro tipo, empleándolas, especialmente si es por medio del diálogo. Inevitablemente, al analizar las cosas, analizamos las palabras con las que las denominamos, de ese modo las objetivamos, y al analizar las palabras, sólo puede tener sentido si es en referencia a las realidades que designan. Por ello, un análisis lingüístico es útil e, incluso como dice Austin, tal vez la primera palabra de la filosofía. El propio Aristóteles comenzaba sus reflexiones apelando al decir de la gente. Sin embargo, es importante tener presente que, aunque lo anteriormente dicho sea cierto, las palabras y las realidades a las que remiten son dos cosas diferentes. Y por tanto, no siempre puede emplearse con ellas la misma metodología. Si se estudia exclusivamente el lenguaje, bien está la teoría de Austin. Pero si se estudia por medio de él a la realidad, como él mismo dijo hacer, entonces no se pueden aplicar a ella con tanta facilidad nociones como convencionalidad. Es una confusión de conceptos, un salto sin justificar. Ése es el error de fondo y de matiz. 

Ahora, no siempre se ha producido en sus seguidores. Por ello, continúo considerando que la filosofía del lenguaje es una herramienta más que válida para la filosofía. Incluso, a falta de pruebas se le puede conceder al propio Austin el beneficio de la duda. Pero mucho cuidado, mírese bien dónde se ponen los pies. Por que, cosa curiosa, aunque suene irracional, el irracionalismo existe. Aunque suene ilógico, puede ocultarse bajo la propia lógica. 


[1] Cifr., "http://www.infoamerica.org/teoria/austin1.htm", 2009.

[2]"A Plea for Excuses", Proceedings of the Aristotelian Society, LVII (1956-57). Compilado en Philosophical Papers, Oxford U. P., 1970 (2a. ed.), p. 182. (Hay versión castellana de A. García Suárez, Escritos Filosóficos, Revista de Occidente, Madrid, 1975).

[3]"Truth", Ph. P., p. 130, n.

sábado, 17 de octubre de 2009

Haiku V



Quieren entender

pero aun así escuchan

miles de voces.
                    



jueves, 10 de septiembre de 2009

Stand Alone Complex


¿Tal vez padezco Complejo de Autosuficiencia?

¿Tal vez tanta producción, tanta promesa, tanto blog y tanto ensayo no son más que un copycat más de todos aquellos que se creen capaces de cambiar el mundo? ¿Para qué tanta filosofía? ¿Tal vez soy demasiado inocente desde detrás de mi teclado? ¿Cuántas personas habrán querido cambiarlo todo con un libro, un ensayo, una idea?

¿Todo quedará acaso en el olvido? ¿O quizá desencadenará una serie de reacciones y acontecimientos que no espero? ¿Si soy una más, no somos multitud? El poder de esa multitud es que cada uno actúa solo, a su manera, sin contacto real, cada uno según sus ideas... pero persiguiendo lo mismo. Cada uno se cree autosuficiente. Si soy la primera, ¿no puedo hacer multitud, puedo mover a la masa? ¿Puedo hacer algo real de una idea surrealista?

¿Cómo sé si soy el original o una copia? ¿Quién instiga la revolución? ¡¿Cómo lograr el cambio?, veo tanto, veo tanto que cambiar! Pero. ¿quién soy yo? ¿Qué papel tengo? ¿Es que hay alguien capaz de combatir la injusticia?

Y sin embargo, ¿acaso debo actuar como una sordomuda ante todo ello?

"I thought what I'd do was, I'd pretend I was one of those deaf-mutes." (Salinger)

¿Caer en la desesperación de enfrentarme a una máquina social perfecta, automática?



No.



Todavía soy demasiado idealista.



Soy libre.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Rojo y Verde

Imaginemos un mundo con dos colores, rojo y verde. Supongamos, además, dos personas en ese mundo, por ejemplo, yo misma y una amiga, quienes vemos los colores de forma invertida. Es decir, todo lo que ella ve como rojo, con sus variantes de tonalidad, intensidad y demás, mis sentidos me lo presentan como lo que en su mente es verde. Y lo que para ella es verde, para mí es rojo, y viceversa en ambos casos. Todo ello debido, tal vez, a una distinta posición de los conos de nuestros ojos, o al modo en el que traducen en impulsos eléctricos lo que les acontece.

A pesar de todo, nosotras no somos conscientes. En realidad, no tendríamos modo de saberlo, pues no somos capaces de entrar en el interior de la otra y ver el mundo desde sus sentidos. Lo cierto es que ambas paramos delante de un semáforo del color que desde niñas llamamos rojo, aunque el modo en el que seamos conscientes de ello sea diferente, y ambas somos capaces de combinar con perfecto gusto (o falta de él) las tonalidades y mezclas de colores al vestir, pues somos capaces de percibir las variantes de tonalidad de forma análoga y nos hemos criado en el mismo entorno cultural.

¿Supone entonces esa diferencia fundamental de nuestra percepción del mundo un problema? Mi respuesta es que no. No se trata únicamente de que actuemos de igual modo ante lo que percibimos, que es un signo muy importante de esto que estoy diciendo. Lo que hace que el que veamos colores diferentes no sea relevante, es el hecho de que cuando mi amiga señalaba un clavel con el dedo de niña, orgullosa de ir ampliando su bagaje de palabras, y decía “rojo”. Yo respondía “sí, rojo”.

Al margen de nuestras imágenes internas, lo importante es que estábamos nombrando de igual manera una misma propiedad física presente en el objeto e independiente de nosotras, no nombrábamos una propiedad de nuestras percepciones. El valor de nuestro conocimiento era exactamente el mismo. Ambas conocíamos la realidad a través de nuestros sentidos. Y podíamos saber, sin planteárnoslo, que accedíamos verdaderamente a una realidad subyacente porque podíamos comunicarla con los demás, que también accedían a ella, y ser entendidas.

Lo mismo ocurre fuera de ese mundo con dos colores, en un mundo plagado de percepciones, colores, sonidos, olores, sensaciones. En nuestro mundo. Aunque no tengamos modo de saber (o tal vez la ciencia lo tenga) si no vemos el mundo a través, por ejemplo, de una imagen de colores invertidos, eso no supone ningún problema. Porque el lenguaje nos mantiene en contacto con la realidad a través de los demás, que aparte de ser integrantes de esa realidad externa a cada uno de nosotros, son capaces de comunicarnos que ellos también la perciben, aunque puedan opinar de manera diferente acerca de ella.

Por eso somos capaces de crear conocimiento a partir de un mundo completamente indiferente a los intercambios de información sobre él. Sabemos que accedemos a las mismas realidades físicas, y somos los únicos en hacerlo. A veces, acostumbrados a vivir entre nosotros, olvidamos que somos una minoría ante la generalizada idiotez del cosmos. Aterradoramente inconscientes de nuestra consciencia, nos movemos entre nosotros dando por sentado en la práctica que la naturaleza es de asfalto y cemento.

La gente cruza la calle a toda velocidad pensando en la lista de la compra, la próxima fiesta y ésa reunión de trabajo, sin maravillarse de su privilegiada posición de humano entre otros humanos capaces de entenderle y crear para ellos un mundo a medida, lejos de las cavernas y de las partidas de caza. Y al olvidar que eso es un privilegio, corre el peligro de olvidar que conlleva también una responsabilidad ante esa naturaleza tan vulnerable a nuestros deseos.

Consideramos que nuestro mundo es la sociedad, cuando ésta es una pequeña parte de un gran cosmos determinado físicamente. La diminuta y extraordinaria parte que es capaz de escapar a esa determinación y colocarse por encima de ella, de hablar sobre ella.

Y todo eso es gracias al lenguaje. Porque, a pesar de nuestra racionalidad, es él el único que nos da el sosiego, justificado, de saber que no somos enajenados en la celda de aislamiento de nuestra propia conciencia.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Inhumano, tal vez.

George Steiner:

Ahora sabemos que leer a Goethe y a Rilque, disfrutar con Mozart o Bach, es compatible con matar a millones de inocentes. Después del Siglo de las Luces, después de las Exposiciones Internacionales de París, Londres y Barcelona, cimas de la confianza liberal burguesa, surge el horror de los campos de la muerte en Rusia y Alemania, las grandes matanzas, dos guerras mundiales entre 1914 y 1945. Setenta millones de hombres, mujeres y niños perecen en Europa, ya sea en los campos de batalla o por hambre, por deportación y torturas, en campos de exterminio y cámaras de gas. Sólo en Verdún, la cifra inconcebible de medio millón de muertos.

Nada nos había preparado para el siglo XX. Con Kant se hablaba de paz universal, de guerra local profesional. Así que el primer problema, contra el que lucho en todos mis libros y en toda mi enseñanza, es muy simple: ¿por qué las humanidades y la razón no nos han dado protección alguna contra lo inhumano? Ni la gran literatura, ni la música o el arte han podido impedir la barbarie total. En realidad, se han convertido en ornamento de esa barbarie, en un hermoso marco para el horror.

¿Por qué la cultura no impide la barbarie? No lo sé. Yo he planteado el problema y espero una respuesta.



Yo: ¿Y estamos preparados para el S XXI?


viernes, 17 de julio de 2009

Haiku IV




Siento haberte olvidado
y por no sufrir

es que lo siento tanto.

miércoles, 3 de junio de 2009

Imperativo de un Genio


El prólogo de las Investigaciones Filosóficas inevitablemete se presta a la comparación. La comparación con el del libro anterior de Wittgenstein, el Tractatus Logico-Philosophicus, la comparación con la propia vida.

Es curioso como, habiendo cambiado tanto que se puede hablar de un primer y de un segundo Wittgenstein, en realidad haya cambiado tan poco. Él mismo afirma que su pensamiento, incluyendo el erróneo Tractatus, debe verse como un todo, como una evolución, por lo cual sus dos libros de filosofía deberían ser publicados conjuntamente. Es en cierto modo el deseo del creador de ver su prole como algo completo, comprensible y sin favoritismos que pudieran hacer perder parte de ello. Me recuerda a Jorge Guillén, el autor de la generación del '27 que reunió todas sus obras de poesía
(las cuales iba engrosando en cada edición) bajo un mismo título, Aire Nuestro. Recuerdo que cuando supe eso (era sólo una adolescente) me llamó mucho la atención, y me pareció las idea más coherente y hermosa del mundo.

Con todo, la propia actitud de Wittgenstein ante el Tractatus y las Investigaciones es absolutamente opuesta. Podría resumirse en el paso de la orgullosa aserción, “la verdad de los pensamientos aquí comunicados me parece, en cambio, intocable y definitiva”[1], a “Me hubiera gustado producir un buen libro”[2]. Cuando las Investigaciones Filosóficas son, qué duda cabe, un libro fundamental. Y tal vez lo sean precisamente por eso. La soberbia injustificada es una preocupación constante en la vida de Wittgenstein, y es un auténtico deleite ver en sus últimos escritos ese carácter amansado por los años que imaginamos en una persona lograda.

Otro detalle llamativo de la unidad de Wittgenstein es el estilo. A
pesar del paso del tiempo, nunca llega a escribir un libro con una redacción continuada. Lo que en el Tractatus eran aforismos, en las Investigaciones son anotaciones más extensas, pero anotaciones al fin y al cabo. Se trata de fragmentos sobre temas específicos, que si bien tienen una relación lógica, evidente para quien capte su esencia, resultarían dificilísimos de coordinar linealmente. En lugar de centrarse en la resolución de un problema, el autor va acumulando docenas de pequeñas cuestiones apremiantes que no pueden dejarse de lado, pero se solapan unas con otras, y aunque forman un todo unitario, éste resulta casi imposible de explicitar.

He de decir que este detalle me sirve personalmente de gran consuelo. Cierta especie de responsabilidad laboral parece instigar a la especialización y al discurso específico. Por otra parte, miles de ideas sin conexión visible bullen en mi mente, y dan la sensación de no llegar a buen término jamás, como quien quiere picar un poco de todo y todo de nada. Parecen tener vocación de naufragio, de diluirse en demasiados frentes que luego no habrán de llegar a puertos concretos. Y sin embargo, se han escrito libros de ese modo. Tal vez, sólo tal vez, sea posible.

Sin embargo, hay en mí un temor que no parece tan fácil de disipar. Y es precisamente el de la ya citada soberbia, el de llegar a creer que pudiera hacer algo por encima de mi alcance. Temo, supongo, abrir mi gran boca de buzón para decir, tengo éste proyecto, tales ideas bullen en mi cabeza, para que luego no resulten una realidad tangible, que todas esas intuiciones viscerales no lleguen nunca a tener un verdadero rigor lógico, bien por falta de talento, bien por falta de constancia o disciplina. Lo primero es una posibilidad real, lo segundo un hecho de facto en la actualidad. Que por no saber dejar de arañar el todo o nada, y no resignarme a la nada, me crea capaz de más de lo que me es legítimo. Y al mismo tiempo, no puedo escapar al imperativo moral de intentarlo, no fuera a ser capaz.

*****

Cuando Wittgenstein escribe, al final del prólogo a las Investigaciones, “quisiera (...), si fuera posible, estimular a alguien a tener pensamientos propios”[3], siento que me increpa personalmente, y se me encabritan el estómago, la mente y las ideas que se agazapan al fondo de ella.

Pero no he de reconocerlo en voz alta.


[1] Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza Editorial, 1987, p. 13.

[2] Wittgenstein, L., Investigaciones Filosóficas (trad.cast. A. García Suárez, U. Moulines), ed. Crítica, Barcelona, 1988. Prólogo.

[3] Wittgenstein, L., Investigaciones Filosóficas (trad.cast. A. García Suárez, U. Moulines), ed. Crítica, Barcelona, 1988. Prólogo.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Haiku III






Por una mariposa,
corrí hasta olvidar
cuánto quería volver.




martes, 7 de abril de 2009

Mr. Rorty y la Literatura

Estoy tan de acuerdo, a grandes rasgos, con la postura pragmatista, que hasta me da rabia. No sé si es una reminiscencia del deseo adolescente de destacar entre los demás y afianzar la propia personalidad con algo propio y nuevo, o más bien la herencia aparentemente inevitable de una modernidad en la que el único valor literario y filosófico está en la originalidad. En cualquier caso, siempre he pensado que lo segundo no era otra cosa que lo primero.

Con todo hay algo que me llama poderosamente la atención tal vez no más que una curiosidad lógica. El ensayo comienza con una cita del gran poeta y ensayista Pedro Salinas. He de reconocer que, aunque siempre he sido una admiradora de la generación del 27, Pedro Salinas ha sido un descubrimiento reciente para mí. Llegó a mis manos un ensayo escrito por él como lectura obligatoria. A pesar de estar impreso a máquina, el nombre del autor había sido añadido a mano y, con la prisa habitual de lo obligado, no me molesté en tratar de descifrar la letra del profesor. Tomé el texto con cierta pereza, esperando la dudosa calidad literaria de otros artículos y documentos, eso sí, indudablemente informativos, provistos por la asignatura. Pero a medida que iba leyendo, parecía formarse ante mis ojos un bellísimo entramado de comprensión, aun siendo un tema que fácilmente podría haberse prestado a una inhumana disertación académica. Volví entonces corriendo a mirar el nombre manuscrito, que hizo clara justicia a lo que había leído.

Y encuentro ahora de nuevo su voz, esta vez con acento filosófico, presidiendo un ensayo. Todo lo sabemos entre todos. Resulta llamativo que sea de un poeta la cita que toma un ensayo que pretende defender el pragmatismo pluralista, es decir realista y confiado de un conocimiento posible, aunque falible, cuando su principal oponente, Rorty, abanderado del pragmatismo relativista y el pensamiento débil aspira, ni más ni menos, que a integrar la filosofía en la conversación de la humanidad (sin conclusiones, sin verdades), transformándola en literatura o arte. Para él, verdad es lo defendible, racionalidad, respeto a otras opiniones, y la posibilidad de una verdad mejor que las otras opiniones, un dogmatismo cientista.

En apoyo a esta posición, Rorty pregunta: ¿En qué difiere el tener conocimiento del hacer poemas o del contar historias? Y no parece haber respuesta a esta pregunta tan cuidadosamente planteada. Se acaba de colocar a un poeta como modelo de pensamiento. Señores filósofos, les ha pillado.

Muy bien, la filosofía es literatura, se le concede.

Sin embargo, ¿es eso un argumento a favor de su pensamiento débil, de su escepticismo? ¿La literatura es sólo un frívola y cortés conversación sin valor a través de los tiempos? ¿O acaso la filosofía debe desaprovechar las herramientas de la retórica para hacer comprensible su mensaje, so pena de ser despreciada como ciencia?

No es de extrañar que, ante esta visión de las disciplinas, sea tan habitual la afirmación despectiva de que la filosofía es pura literatura (o poesía, o metafísica). Pero realmente, a quien hace de menos este punto de vista no es a la filosofía, sino a la literatura. Se considera que se trata de una efusión de virtuosismo con las palabras, de emoción lírica, sin más contenido que la historia que sirva de excusa a ese despliegue de lenguaje. No se plantea la posibilidad de que la literatura pueda utilizar esa perfección estética para transmitir con mayor precisión (que no siempre está más presente en la puntualización que en la evocación), para transmitir un mensaje verdadero. O al menos, con pretensión de acercarse algo más a la verdad que nunca habremos de conquistar con soberanía absoluta. ¿Es que puede considerar que conoce todo lo que se puede saber sobre el ser humano el mejor psicólogo, si no ha leído las obras maestras de Dostoiewsky, Dickens o Jane Austin? Tal vez no sea un requisito indispensable, pero es abundante la literatura que en sus contenidos muestra más genio filosófico que muchos de tantos ensayos académicos con aires de grandeza.

No pretendo tener, si es que existe, una respuesta al problema del escepticismo. Únicamente se puede, si se considera válido, dar una razón de estadística. Sólo se puede lograr lo que se intenta. Si se busca realmente la verdad, aún sabiendo que es posible el fallo y buscando la corrección, existe la posibilidad de mejora global en la multiplicidad de conciencias. En ese sentido se puede hablar de conversación de la humanidad. Pero si esa conversación únicamente se dedica a exponer su habilidad de persuasión, como quien discute de fútbol o complementos ante una taza de café, entonces su empeño es vano. Y si bien nunca se puede asegurar la verdad de un conocimiento, siempre es posible, con seguridad efectiva y lógica –lo imperfecto es perfeccionable–, la mejora y perfeccionamiento, no ya sólo del conocimiento, sino de cada ser humano. Y en ese ámbito, la capacidad de enriquecer al lector la pueden tener por igual la filosofía y la literatura que así se lo proponga.

Sí, Mr. Rorty, tenía usted razón.

lunes, 16 de marzo de 2009

Haiku II


Y tanto
te quiero que

sólo te digo

lo poco que te quiero.

sábado, 7 de marzo de 2009

PAPÁ


PAPÁ. No tengo dinero. Quiero eso YA. Aquí ahora. Este fin de semana voy a desfasar. He suspendido una asignatura. Quiero ir de rebajas. Tengo hambre, voy a la cafeteria. A ver si pillo cacho. Quiero hacer refomas. Te quiero, pero no me controles. No me comas el tarro con tus moralejas, yo pienso lo que pienso. No me dejan bastante libertad. Qué dura es mi vida. Estoy triste... chocolate. El profesor me tiene manía. He discutido con ella. Estoy agobiado. Me pagan igual, no hace falta que me mate. He discutido con él. No me dejan vivir. ¡Quiero mi propio espacio! Mi madre no me deja comprarme esto. Quiero SEXO. No me tienen en cuenta. HAY CRISIS. Igual tengo que replantearme mis vacaciones. Igual me pongo a trabajar. Habrá que apretarse el cinturón. Póngame un cubata. ¡Se creen que pueden controlar mi vida, o qué! No me apetece nada esa clase. Yo vivo mi vida. Te quiero... hasta que se acabe el amor. Hago lo que me da la gana. Estoy agotada. Quiero tener más ropa. Qué coñazo ir hoy a trabajar. Ese tío me explota.

No me dejan hacer lo que quiero.

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miércoles, 25 de febrero de 2009

Sueños

Oihane sale de clase encantada. La razón de que vaya dando saltitos por la calle está en la mochila rosa que sujeta su madre. En ella está su ropa de ballet, zapatillas, medias, malla. Hoy podrá utilizarlas.

Una vez en la academia, corre a los vestuarios a buscar a sus compañeras. Está ahí su amiga del alma, compañera del colegio. Empiezan a gastar bromas rápidamente, convirtiendo en juego cualquier situación. Una niña pelirroja y pecosa, sentada en un banco, les observa con timidez, sonriendo suavemente. Lleva una larga coleta, que no sabe recogerse en el moño reglamentario, así que sus compañeras se lo hacen, encantadas de jugar con tan adorable muñeca.

Mientras le ayuda, Oihane lanza miradas,furtivas a la puerta cerrada del baño. Cuando oyen el chasquido del pestillo, las niñas se arremolinan alrededor parloteando sin parar, como si llevaran todo el rato en el pasillo. La joven de dentro ya está vestida con ropa de baile. A diferencia de las niñas, que llevan todas una malla rosa salmón, la monitora va de negro. Lleva tirante fino y medias oscureciéndole los brazos. A veces viste falda, a veces calentadores. Las niñas sueñan con el día en que tengan el privilegio de elegir su ropa y variarla en lugar de llevar uniforme.

La profesora abre la puerta del estudio, dejando salir a las “pequeñas”. La mujer da la clase, y la monitora se pone obedientemente al frente de las niñas como una más. Su papel es de azafata, que ejemplifica las indicaciones de la maestra.

Oihane la observa para repetir todo lo que hace. La maestra ordena que se pongan de puntillas, y las pequeñas dirigen inmediatamente sus miradas a los pies de la maniquí. Lleva zapatillas de punta y estira flexiblemente el empeine para colocarse totalmente erguida sobre ellas. Oihane se ríe de emoción por dentro, porque eso le hace recordar que en enero ellas también empezarán a ensayar en puntas.

Cuando las niñas salen para volver a casa, la monitora se queda en clase. Entra otra “mayor”. Trabajarán hasta tarde. Oihane decide por fin hacer algo a lo que nunca se había atrevido. Se asoma por la puerta a ver cómo bailan las dos chicas. Pero se están cambiando de zapatillas mientras charlan. Oihane puede ver sus dedos ensangrentados.

Al girarse, Oihane se encuentra de frente con la frágil niña pelirroja. Le invita a que se asome, pero ella niega con la cabeza.

- Ya le he dicho a mi abuela –le explica muy seria–, que yo quiero aprender a bailar muy bien, pero no ser bailarina.

Oihane abre la boca para replicarle que no le importa, que ella sí va a ser bailarina, una bailarina tan buena como las mayores, y que saldrá en los teatros. Pero por alguna razón no le salen las palabras. Se mira los pies, enfundados en unas botitas floreadas. Y sale corriendo a buscar a su madre.

jueves, 12 de febrero de 2009

Tratado de un genio

El Tractatus de Wittgenstein supone para quien lo lee una especie de catarsis. Tal vez sea la combinación con su carismática personalidad, o su paradigmática biografía, lo que hace que la lectura de su obra me resulte tan emocionante. Tal vez simplemente me siento identificada con su personalidad. Me pregunto si, de haber podido conocer mejor las biografías de otros genios de la antigüedad, sentiríamos lo mismo ante sus libros.

Lo curioso es que ni siquiera estoy de acuerdo con la mayoría de las cosas que dice (con otras sí). Seguramente me encuentre más cerca de la filosofía del segundo Wittgenstein. Con todo, el planteamiento de ideas, el modo de pensar, de concebir la filosofía del primero, no puede ser pasado por alto.

A pesar de sus errores –de los que él mismo se dio cuenta más adelante en su vida- ese libro tiene la propiedad de hacer pensar, de abrir nuevos horizontes, no tanto en el contenido como en la forma. O tal vez, de nuevo, esté mezclando vida y obra –si es que eso supone un problema-. El conocimiento de su versatilidad: filósofo, músico, arquitecto e ingeniero, y de su coherencia entre vida y filosofía, me llena de un enorme optimismo a pesar de que muchos hayan tachado, con o sin razón, su existencia de trágica.

Creo que se pueden hacer grandes cosas. La excusa de “es que él era un genio”, me parece pobre. Hay una enorme potencialidad a mi alrededor, muchas veces opacada por timidez, por un “es que esta asignatura no me gusta tanto”, o por un “no soy tan inteligente como creéis”. Cuando en realidad, llegando al límite de sus posibilidades, buscando su propia perfección podrían, podríamos, ser los genios de nuestra vida.

Wittgenstein, su Tractatus, su vida, tienen la virtud de hacer creíble esta afirmación. A veces, buscando la perfección académica, las altas calificaciones, la idea genial, nos olvidamos de explotar lo que ya tenemos. Nadie duda de los muchos errores de Wittgenstein –aunque sólo sea porque a distintas edades dice cosas diferentes-, como tampoco nadie duda de su genialidad.

Y seguramente, lo más fascinante de este hombre no está en lo que quiso escribir, ni lo que no escribió, sino en lo que no se dio cuenta de que sí escribió. Me explico: en el Tractatus afirma que de lo que no se puede hablar hay que callar, y que las proposiciones metafísicas se encuentran en ese ámbito, de hecho, ni siquiera son proposiciones. Y sin embargo, él mismo elabora una cierta cantidad de aforismos de gran calado metafísico. Se protege diciendo que quien los comprenda verá que son absurdos, que no dicen, sino que muestran una realidad a la que accedemos ya sin ellas.

Genial, absurdo.

Después afirma dramáticamente que se había equivocado en todo[1]. De lo que no se dio cuenta –o al menos no lo escribió- fue de que, en realidad, la diferencia entre sus concepciones filosóficas no era tan grande ni tan traumática. Porque él, en el Tractatus, había empleado las posibilidades del lenguaje natural en la práctica, tal y como lo vio después en la teoría. La posibilidad de descubrir algo más allá de lo que expresa la propia proposición. Porque es cierto, no todo se puede describir con la claridad de las ciencias naturales. Hay cosas que hay que mostrar. Por eso, un sentimiento se comprende mejor en una buena poesía que en una clase de psicología. Se siente, aunque la poesía en cuestión hable de cualquier cosa menos de dicho sentimiento. Lo que Wittgenstein tardó mucho más en ver es que ese método también podía ser adecuado para la filosofía. Tardó, debo decir, en verlo en la teoría, porque en la práctica siempre lo supo. Pues era filósofo y artista, y ambas potencialidades confluían en un sólo hombre, a pesar de que quisiera autoimponerse un rigor lógico imposible.

De hecho, incluso su cuadriculada manera de escribir, propia de un ingeniero, revela una sensibilidad y una calidad estética sobresaliente. No sólo el hecho de que la primera frase sea un perfecto pareado rítmico en alemán –Die Welt ist alles, was der Fall ist[2]–. Sino la armoniosa ilación entre cada uno de sus aforismos, como un extraño poema que expresa exactamente lo que debe ser dicho para representar cada uno de esos pensamientos como es, sin innecesarias explicaciones que lo desvirtúen.

Curiosamente, sobre ello afirma: “En este punto soy consciente de haber quedado muy por debajo de lo posible”. Supongo que, si no fuera una perfeccionista incorregible, en este momento hubiera dicho –qué osadía– que se equivoca de nuevo. Y de hecho es así, aunque cualquier verdadero autor será incapaz de verlo en su propia obra. Por todo esto, yo más bien hubiera terminado el prólogo del Tractatus así:

La forma estética de los pensamientos aquí comunicados me parece, en cambio, intocable y definitiva. Soy, pues, de la opinión de haber replanteado definitivamente, en lo esencial, los problemas. Y, si no me equivoco en ello, el valor de este trabajo se cifra, en segundo lugar, en haber mostrado cuanto se puede hacer aún por resolver estos problemas.[3]

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[1] Cfr.Dennett, D., Ludwig Wittgenstein, Time, March 29, 1999, p. 24.

[2] “El mundo es todo lo que es el caso” de Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza Editorial, 1987, p. 15.

[3] Cfr.: “La verdad de los pensamientos aquí comunicados me parece, en cambio, intocable y definitiva. Soy, pues, de la opinión de haber solucionado definitivamente, en lo esencial, los problemas. Y, si no me equivoco en ello, el valor de este trabajo se cifra, en segundo lugar, en haber mostrado cuán poco se ha hecho con haber resuelto estos problemas” de Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus, Alianza Editorial, 1987, p. 13.

martes, 3 de febrero de 2009

Prólogo al Retrato de Dorian Grey

Esteticismo. El arte por el arte sobre todas las cosas. Esa corriente victoriana queda ejemplarmente reflejada en lo siguientes aforismos. Y aunque hay un par con los que no estoy de acuerdo (los marcaré con un "*"), el resto me parecen tan ciertos como puede llegar a serlo un verso, y dignos de ser portados en un estandarte, al menos en mi caso. Disfrutadlos.

El artista es el creador de las cosas bellas.

Revelar el arte y ocultar al artista es la meta del arte.
El crítico es el hombre que puede interpretar de una u otra forma su impresión de las cosas bellas.

Tanto más elevada como la más baja forma de crítica son una forma de autobiografía.

Los que dan un significado feo a las cosas bellas son personas defectuosas, corruptos sin encanto. Ésa es su falta.

Los que dan un significado bello a las cosas bellas tienen una personalidad cultivada. Para ellos hay esperanza.

Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan sólo belleza.

No hay libros morales ni libros inmorales. *

Los libros están bien escritos o están mal escritos. Eso es todo.

La aversión del siglo XIX al realismo es la rabia de Calibán al ver su rostro en el espejo.

La aversión del siglo XIX al romanticismo es la rabia de Calibán al no ver su rostro en el espejo.

La vida moral del hombre forma parte de los temas que trata el artista, pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Todas las cosas que son ciertas pueden probarse.

Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo.

Ningún artista es morboso. El artista puede expresarlo todo. *

El pensamiento y la palabra son para el artista instrumentos del arte.

El vicio y la virtud son para el artista los materiales del arte.

Desde el punto de vista de la forma, el oficio modelo es el de músico.

Desde el punto de vista del sentimiento, el oficio modelo es el de actor.

Todo arte es a un tiempo superficial y símbólico. Los que buscan bajo la superficie lo hacen a su propio riesgo. Los que intentan comprender sólo lo simbólico, también lo hacen a su propio riesgo. Es al espectador, y no a la vida, a quien refleja realmente el arte.

La diversidad de opiniones sobre una obra de arte demuestra que la obra es nueva, compleja y vital.

Cuando los críticos difieren, el artista está en armonía consigo mismo.

Podemos perdonar a un hombre por hacer algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer algo inútil es que uno lo admire intensamente.

Todo arte es completamente inútil.

sábado, 31 de enero de 2009

Haiku I





Aquí está, obnubila,

envolviéndome,

Amado, tu presencia.

viernes, 23 de enero de 2009

Vaguedad...

Todo pensamiento que pretende ser filosófico o lógico consiste en atribuir al mundo las propiedades del lenguaje.
Desde el instante en que leí esas palabras, una duda tan peligrosa como sencillamente irrefutable, apareció en mi mente. Si esa frase es cierta, entonces todo lo que conocemos o imaginamos del mundo adquiere un matiz de humanidad, de indemostrabilidad, imposible de superar. Que algo sea irrefutable, no significa que sea verdadero. Significa lisa y llanamente que no podemos demostrar su verdad o falsedad. Suponer que algo en nuestro lenguaje, pensamiento, o percepción nos impide llegar a la realidad de las cosas, implica que, para cuestionarlo, deban emplearse las mismas facultades que se ponen en tela de juicio. Entramos en un círculo vicioso. Es tan posible que la afirmación sea cierta como que sea falsa. Para continuar pensando es necesario hacer un supremo acto de fe, o poner entre paréntesis dicha posibilidad.

Cuál sería mi sorpresa cuando, al llegar al final del artículo, encontré en boca (o pluma) del propio Russell estas palabras:
Si usted quiere creer que no existe nada, excepto aquello que usted experimenta directamente, nadie puede probar que está equivocado, y probablemente no existe contra su opinión ningún argumento válido (...) ¿Hay alguna inferencia válida de una entidad experimental a una inferida? Sobre este problema no veo refutación de la posición escéptica.[1]
No es el primer autor al que leo que no tiene, o para el que no existe, una refutación al escepticismo. He oído también decir que todo filósofo debe pasar por una época de escepticismo.

Por otra parte, Russell critica el idealismo kantiano desde un realismo contundente (la vaguedad no implica falsedad, sólo que tampoco implica completa verdad), pero él mismo no escapa a su mayor tentación: el que nuestro conocimiento esté condicionado. Sería una ingenuidad, desde luego, creer que nuestro conocimiento es perfecto. Se debe entonces buscar una salida. El problema es esa escapatoria, definir cuál es ese condicionante, y hasta qué punto actúa.

El idealismo kantiano, el escepticismo, o la propia vaguedad de Russell son algunas de esas salidas. Quizá el más fácilmente criticado de todos ellos sea el idealismo, el único que cuente con contradicciones patentes, pero al mismo tiempo su semilla continúa viva sin que sea posible encontrar una alternativa. Por su parte, la vaguedad de Russell está llena de sentido común, podría perfectamente ser cierta (aunque eso no equivalga a admitir todas las conclusiones que Russell infiere de su tesis.) Y finalmente, del escepticismo ya he hablado. Pero si el escepticismo no puede demostrarse ni negarse, la vaguedad o cualquier otra doctrina alternativa está siempre en una precaria situación de mera posibilidad... de la que no es posible salir. Y nos encontramos con más doctrinas posiblemente ciertas que con teorías decididamente falsas.

No tan interesante como la teoría lógica de Russell, acertada, pero que sólo serviría de algo si fuéramos capaces de crear un lenguaje imposible, es aquello que la enmarca, el principio y fin de su propio ensayo. Esa discusión sobre el idealismo, el engaño del lenguaje... bajo la cual subyace siempre el monstruo del escepticismo. Y por todo ello, Russell finaliza el artículo sobre la vaguedad con estas palabras:

Pero la filosofía escéptica es tan breve que carece de interés; por lo tanto, es natural que una persona que ha aprendido a filosofar desarrolle otras alternativas, aun cuando no haya muy buenas razones para considerarlas como preferibles.

¿Por qué terminar un escrito sobre una cuestión lógica, de lenguaje, con un recurso contra el escepticismo, si no es cierto lo que antes he dicho? Y más importante aún, ¿Es ésa la respuesta, la única posibilidad? ¿Simplemente mirar a otro lado y dedicarnos a construir pensamiento sobre un supuesto sabiendo, nosotros los primeros, que hemos decidido arbitrariamente decir “el escepticismo no vale”, como los niños pequeños cuando pierden un juego? ¿No tiene interés? ¿Eso es todo?

No quiero caer en la manía moderna de buscar la evidencia en todo, pretender caminar siempre sobre seguro. No somos dioses como para estar seguros de que nuestro conocimiento es cierto y exacto. Pero sencillamente basar todo aquello que podamos percibir, imaginar o pensar en un acto de la voluntad, en un voto de confianza, me hace exclamar, con el desconsuelo de quien no encuentra otra respuesta, y la rebeldía de quien no se conforma con su propio destino: ¿Eso es todo?


[1] Russel, B., Vaguedad, originalmente publicado en The Australian Journal of Psycology and Philosophy, 1, 1923, p. 84. Traducción de Arias, E. Y Fornasari, L., en Bunge, M., Antología Semántica, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1960.

viernes, 16 de enero de 2009

En el bosque


Estaba segura de haber tomado el camino correcto. Sólo que el sendero se había vuelto contra ella. Miró entre las copas de los árboles tratando de descubrir la luna brumosa y azulada. La única luz con la que contaba. Pasara lo que pasara, encontraría al ser que se había escondido entre las sombras, tratando de que ella no descubriera su horrible apariencia nocturna. No le permitiría destruirse a sí mismo. A Elaine no le gustaba que decidieran por ella.

Y, sobre todo, le daba rabia que no hubiera comprendido que, a pesar de su terrible aspecto, o precisamente por ello, nunca le había amado tanto como cuando se adentró en el incierto y salvaje bosque tras él.