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martes, 20 de mayo de 2008

Alas

Aunque procuro terminar de leer el segundo capítulo de “El taller de la filosofía” me impaciento por dejarlo y empezar a escribir. El resto del texto me va sugiriendo nuevos detalles e ideas, pero si hiciera caso de todas las que burbujean en mi mente, no podría escribir algo lo suficientemente coherente.

Varias expresiones repiquetean por todos lados sin que consiga ordenarlas del todo. El autor ha hablado de reunir textos, citas, de la imaginación, de los sueños. Y me causa un cierto desasosiego. Nunca, reconozco, he llevado a cabo esa tarea compiladora de forma consciente. Pero sí lo he hecho sin darme cuenta, mentalmente, y de un modo bastante sistemático, a decir verdad. Tengo buena memoria, y en cierto modo archivo lo que me interesa. Claro que este sistema no es tan práctico como el de unas cuartillas, que tal vez asuma, porque no sólo me brinda lo que necesito en el momento en el que lo busco, sino que me bombardea indiscriminadamente y en cualquier situación con las más absurdas imágenes recurrentes. Cuestiones como el sonido que hace alguien que va a hablar y no lo hace, dejando en el ambiente como una especie de sordera aspirada mientras cierra inexpresivamente la boca, o qué ocurriría si una guillotina partiera una mesa por la mitad sin inmutar a las personas sentadas a sus extremos, resultan desde mi más tierna infancia muchísimo más absorbentes que la explicaciones de un profesor o una conversación insustancial.

Así, de este archivo memorístico pasamos al origen de la mayor parte de sus elementos, la imaginación. El autor trata de incentivarla, de ayudarnos a recorrerla y adentrarnos en nosotros mismos por su medio. En otros tiempos esa lectura me hubiera alegrado. Porque a lo largo de toda mi vida, lo único que he sentido verdaderamente mío, real y palpable, ha sido ese mundo interior que creaba con mi imaginación. En él cabían las personas que quería, por supuesto, pero también todos y cada uno de los estímulos externos, miles de libros, películas, cómics, que hacían de él un mundo siempre cambiante, impredecible, en expansión, donde aventuras y tragedias seguían sus propias reglas. Éste era y es el origen natural de todo lo que escribo, dibujo o ideo. Pero apenas he llegado a lo largo de mi vida a mostrar una ínfima parte de ese abanico de historias, lo que pensaba directamente para ser escrito, reservándome por completo ese lugar de juegos de infancia y sueños de juventud. Siempre he escrito lo que querría leer, y por eso considero mis textos como hijos que, en realidad, no me han tenido en cuenta a la hora de darse forma a sí mismos, y que salvo las primeras correcciones, en el fondo no tengo derecho a modificar, porque quieren decir exactamente lo que son.

Pero ahí queda todo ese excedente de fantasía que ha constituido mi hogar. Y ahora, con la llegada de la odiosa madurez, me doy cuenta de que no sé permanecer en la realidad, ni siquiera interpretar sus signos. De que para vivir por fin mi vida tengo que darme cuenta de cuál es, y sin embargo sigue pareciéndome extraña, lejana y fríamente irreal. De que para sacarme a mí misma adelante hay un punto en el que tengo que cortar y mirar hacia afuera, desechar lo que no me aporta más que infinitos minutos de mirada perdida en la oscuridad. Y es una horrible mutilación. Cada uno de los personajes con los que hablo en silencio son parte de mi familia y de mi historia, los paisajes y recorridos los conozco mejor que mi propia ciudad, no me basta para reconocerme el reflejo del espejo. Los proyectos de futuro que alguna vez hubiera ideado, objetivamente nunca fueron tales, y planteármelo ahora hace que el absoluto vacío, o la tediosa perspectiva a falta de una idea formada me asusten. Pero ahora no tengo tiempo para soñar, y el que empleo me lo quito de vivir, hay cosas importantes en las que ya ni siquiera sé fijar la atención. Una sola referencia a algo que una vez haya pensado me aparta irremediablemente de lo que de verdad me interesa. Y no sé qué hacer con ello. Si canalizarlo de algún modo imposible, éste lánguido dejarme vagar contra el que ya no sabe regir mi voluntad, o acallarlo como una vez todos los niños dejaron de jugar. Mientras a otros tienen que animarles a soñar, yo trato inútilmente de cortar mis propias alas, demasiado largas e incontrolables. Y no sé.

2 trazos:

Macarena Villalobos dijo...

Ya lo sabes... a lo mejor no hay que cortarte las alas... sólo aprender a plegarlas cuando es lo que conviene...

Isabel Colette dijo...

Sí, tienes toda la razón. Al principio pensaba que no era posible, pero poco a poco le voy cogiendo el tranquillo... a ratos.^^

De todas maneras, escribí esto un día de bajón, normalmente no soy tan, tan negativa... Un poquito sí, pero es puro romanticismoXD.

La verdad es que puede ser un don o una maldición, sólo es cuestión de actitud... y yo ya sé como me lo voy a tomar, aunque sea por supervivencia, jeje.

Gracias, Maca, un beso.