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miércoles, 2 de marzo de 2011

Contemplación

No hace mucho presenté este pequeño estudio sobre la contemplación estética, y en su elaboración he puesto tanto de mí misma que no he querido dejarlo en el cajón de los ensayos académicos y he decidido compartirlo con vosotros. Espero que os agrade y haga reflexionar... ¡el debate está abierto!

Puede decirse que preguntarse por la contemplación de la belleza es lo mismo que preguntarse por la diferencia entre la visión común y la visión estética. ¡Pero ya de por sí esta afirmación está cargada de sentido! Implica, ni más ni menos, que la visión de las cosas bellas, la visión física, terrenal (o escucha, u otras acciones de los sentidos) es de por sí una experiencia estética, esto es, contemplación de la belleza. ¿Es posible que la belleza sea percibible en lo material, lo humildemente físico? Parece obvio para todo aquél que se haya planteado la pregunta ante la visión de un cuadro o el aroma de una rosa, pero, si nos paramos a pensarlo, la inmensa trascendencia que es necesaria para pasar de la rosa lo los colores a algo como la belleza (ni siquiera “Belleza”) debería bastar para que nos preguntásemos ¿cómo es siquiera posible? Se vuelve necesario entonces saber si esa primera afirmación es cierta. Y tal vez sólo haya un modo de averiguar si la pregunta está bien planteada, y es intentar responderla. 

A la hora de preguntarse acerca de la contemplación de la belleza hay dos posibilidades, dos puntos de vista, que deben tenerse en cuenta. El de Platón y el de Tomás de Aquino. Pueden llamarse, respectivamente, una visión anagógica y una visión contemplativa de la belleza. Parece, entonces, que la visión tomista es por definición el tema a tratar pero, si es verdad que nos preguntamos por la diferencia entre la visión común y la estética, entonces no es posible reducir el campo tan rápidamente.

Para poder profundizar en este tema, es fundamental volver sobre las distinciones básicas de la belleza como trascendental. La distinción entre los trascendentales es de razón. En concreto, en el caso que nos ocupa, es una distinción de razón por relación a las facultades humanas, las mismas que nos abren a la realidad, sin que por ello sea un criterio subjetivo.

Del mismo modo que verdad y bien se distinguen porque se dirigen respectivamente a la voluntad y el intelecto. Parece ser que el bien y la belleza se distinguen con el mismo criterio, pero partiendo de la base de que la belleza es un tipo de bien. Lo cual se explicita en que la belleza se dirige también a la voluntad, y la aquieta. La belleza, entonces, se distingue de la verdad en lo que tiene de bien, pero también se distingue del bien en lo que tiene de verdad. Es paradójicamente, lo bueno para el intelecto. 

Hay muchas cosas que son objeto del intelecto, a las que éste se dirige, pero su posesión no le hace bien, no le agrada, sólo le hace necesitar más, más conocimiento, más juicios. Sin embargo, las cosas bellas le placen como ninguna otra cosa, y por un momento lo demás carece de sentido y se vuelve innecesario, pues está complacido. ¿Quién está complacido? Porque sólo la voluntad tiene aquietamiento y deseo, está presente en este “agradar”. Distinguir no es separar.

Y del mismo modo la belleza es, de entre todos los objetos de la voluntad, aquél que tiene la inestimable gracia de ser percibido sensiblemente, el único bien que podemos decir que además de un fin que mueva es “algo” verdadero, y en esa verdad, en el hecho de que exista físicamente aquello que para la voluntad era un fin cercano a un acto de fe, se encuentra ese modo único de calmar el deseo. La concreción ontológica (física como una rosa, o espiritual como el alma de un amigo) del ansia de la voluntad.

¿Cómo, entonces, place la belleza a la inteligencia? Porque sólo a través de ella se hace presente, en su verdad, a la voluntad. Cuando dice Tomás de Aquino que la belleza es la debida proporción, da la clave principal. Sólo la inteligencia percibe el orden y la proporción. Y en ese orden y proporción hay sólo una, con mil formas, que parece colmar una promesa nunca formulada, pero siempre esperada. Porque las cosas bellas están proporcionadas a la misma inteligencia. En su orden y armonía se amoldan a la forma del entendimiento, encajan con él, permitiéndole verse reflejado en el mundo exterior, y conocer por fin algo que le ha acompañado siempre sin ser expresado. De entre todos los modos de ver y conocer, sólo en este se percibe el límite entre el mundo y el sujeto, la distancia entre ellos. En lugar de tener directamente el objeto, se percibe el hecho de estar viendo, y se percibe como placer.

Pero sólo el hombre puede ver las cosas y contemplarlas por su belleza y no sólo por su utilidad. Entonces, al descubrir que puede proyectarse a sí mismo en lo que era sólo un conjunto de técnica o naturaleza hasta que alguien lo miró y vio que escondía algo más, descubre un reflejo de su libertad, aquello que le permite ir más allá de lo dado, y la voluntad encuentra también su reflejo en la belleza, a través de la inteligencia, y sacia ese ansia, antes citada y ahora determinada, que es de libertad. Porque en la belleza el mundo se libera de la necesidad para abrirse al deseo de lo inútil.

Claro que ese poder contemplar la belleza sólo por la belleza exige virtud por parte de la persona que contempla. Exige, al menos la templanza de carácter que le libere de esa avaricia de los sentidos que, en un ejemplo gráfico y moderno, impide ver la belleza del monumento por estar sacándole fotos. La imagen producida por una verdadera contemplación estética es tan poderosa, que sólo el recuerdo de ese momento, más que del objeto físico en sí, basta para toda una vida de inacabada contemplación. Esos recuerdos, incluso, del momento sublime en el que el espíritu sin buscarlo, paseando entre imágenes, es sorprendido por la belleza de una sola, pueden ser más verdaderos y ricos que el volver a ver físicamente ese objeto. 

Se pueden poner todos los medios necesarios para preparar este encuentro, pero nunca los suficientes, pues el valor de la belleza estriba en ese carácter como de don, que nos asalta con una verdad (no necesaria, ni probablemente, conceptual) acerca de nosotros mismos como seres humanos y de la realidad, del mundo como una creación que parece hecha a nuestra medida, pero a escala infinitamente grande en infinitamente pequeña. [Tal vez por eso el arte es a menudo el ejemplo paradigmático de belleza, porque es precisamente el género de las cosas bellas que está hecho a nuestra medida, por personas y para personas, lo cual no quiere decir que sea más fácilmente abarcable, ni que sea posible, incluso para el mismo artista, llegar a lo más profundo de la significación que de su alma ha volcado en ello.]

Sin embargo, queda en pie la cuestión acerca de los dos puntos de vista con que abría esta exposición. Para Platón, la belleza tiene una dimensión anagógica que nos impele a buscar más y más, hasta abandonar el mundo terreno y su contemplación y deleitarnos en la visión de la Belleza misma, así como busca la generación, para dar eternidad a ese deleite. Por eso la belleza se traduce en amor, que produce hijos físicos o espirituales, como un libro o una melodía. 

Para Tomás de Aquino, en cambio, la voluntad se aquieta por completo en la belleza no busca más, ni genera nada. No necesita dejar atrás el mundo ni el objeto contemplado para, profundizando en él, llegar incluso a la contemplación divina. Este modo de contemplar parece más acorde con todo lo anteriormente expuesto, y muchos podrán corroborarlo con la propia experiencia. Sin embargo, ningún artista, por ejemplo, podrá dejar de gritar que la visión platónica también es cierta, que la contemplación de la belleza engendra en su interior una inspiración que brama por salir y dar a luz un infante de belleza nueva y propia. Nadie, tampoco, podrá negar que la contemplación de la belleza, más que ninguna otra verdad, nos muestra nuestra mortalidad frente a la perennidad de la imagen contemplada, incluso aunque la rosa que la provoca se marchitara. 

A mi juicio, toda belleza es escatológica, y al mostrarnos nuestra verdad más profunda, su deleite está delicadamente mezclado con la conciencia de nuestra condición mortal, que se enfrenta siempre, y más que nunca en este momento, a nuestro originario deseo de infinitud. ¿Es casualidad, acaso, que los místicos que más elevadas experiencias contemplativas habían tenido escribieran “Muero porque no muero”? El deseo de ir más allá en la contemplación de la belleza de las cosas sensibles, o de la Fuente de la belleza, tanto da, está presente en el fondo y en la forma, incluso aunque no sea de forma actual en todo momento del arrobo contemplativo. 

¿Cómo compaginar ambas visiones, entonces, si parece que la experiencia humana es demasiado rica para reducirse a cualquiera de las dos?

Me resulta especialmente interesante, en este caso, la visión de Pieper, según él, de la contemplación platónica. “¡Qué maravillosa es el agua, y la rosa, y el árbol, y la manzana! Algo así no puede decirse sin que haya una pizca de estimación de algo que vaya más allá de lo mencionado, de afirmación que roza el fundamento mismo del mundo. (…) Pero tales certidumbres en el fondo significan una y la misma cosa: que el mundo tiene arreglo; que todo logra su fin; que en el fondo de las cosas hay, a pesar de todo, paz, salvación, gloria; que nada ni nadie están perdidos.” (Pieper, J., La contemplación terrenal).

Tal vez esa ese deseo de infinitud del ser humano pueda, en ocasiones, saciarse ante la contemplación de una belleza concreta, porque sólo la posibilidad de su existencia implica tanto, como comenzaba diciendo en este ensayo que llena de esperanza (esperanza ontológica, en el mundo mismo) ante esa negrura infinita de nuestra mortalidad. Porque por unas pocas veces en nuestra existencia trascendemos más allá de ella, por encima de nuestra condición de videntes, para percibir que vemos, y por medio de ello contemplar algo perenne, tan luminoso (verdadero), que nos muestra también nuestro límite esencial, y por tanto, que atisba (lo contrario sería matemáticamente imposible), lo que hay al otro lado del límite. De no ser así, no podríamos percibir el límite, como ningún otro ser físico puede. 

¡Hay!