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viernes, 4 de diciembre de 2009

El Austin Irracional

Es fácil ver en J.L. Austin las mismas líneas principales de algunos de sus contemporáneos, como Wittgenstein y los filósofos analíticos, y creíble la afirmación de que su obra influyó en el giro lingüístico de la filosofía [1]. Su propuesta es apasionante, y tan aparentemente práctica que tan extraño resulta que no se haya planteado antes como lógico que haya sido de tal influencia. 

Sin embargo, un punto ensombrece el amplio panorama. Una nubecita en el horizonte, que a medida que se va profundizando en ella toma visos de ser un nubarrón capaz de opacar definitivamente el día. Al exponer su teoría Austin aseguró por todos los medios que el análisis del lenguaje no podía ser la última palabra en el tratamiento de la verdad, pero que debía ser indudablemente la primera. 

Si embargo, del ensayo que he leído acerca de su pensamiento se desprende otra cosa, y ciertamente no me parece desacertado por parte del autor. Pues, una vez se ha dicho esa “primera palabra” acerca de la verdad, dentro de toda una teoría general (y por tanto pretendidamente completa) del lenguaje, ¿cabe otra cosa? Dice en su Alegato en pro de las excusas que: 

Cuando examinamos qué diríamos cuándo, qué palabras usaríamos en qué situaciones, no estamos meramente considerando las palabras (o "los significados", sean lo que fueren), sino también las realidades, para hablar de las cuales usamos las palabras. [2]

En tal caso, si al analizar las palabras, examinamos las realidades mismas, ¿para qué mirar más allá de ellas? Por una parte, dice que el análisis lingüístico es la inalterable primera palabra en filosofía, pero no la agota. Por otra parte, dice que cuando examinamos las palabras, también con ellas las realidades a las que se refieren. Toda una serie de matices acerca de los enunciados, las oraciones, y los actos de habla, perfeccionan su teoría del lenguaje y reducen la de la verdad. Como consecuente filósofo, completa la doctrina del lenguaje que había comenzado, y ello implica agotarla (en la medida en que eso es posible en filosofía). Entonces el sistema de Austin se contradice internamente, está basado en una cierta falacia. 

Quiso hacer, por medio de una fenomenología del lenguaje, unos criterios veritativos, por encima de los lógicos, pero alejados de las abstracciones de lo mental. Pero, al mismo tiempo, ¿ése análisis lingüístico basta como explicación de la realidad, de la verdad en todas sus facetas? –No he querido utilizar las palabras en general para dialogar con Austin de modo que no pueda, al menos, achacarme una abstracción ilegítima dentro de su pensamiento, y centrar al problema–. Estos criterios (que hacen inevitablemente venir a la memoria los del primer Wittgenstein o el Círculo de Viena), reducen la verdad a un artificio convencional, ligado exclusivamente a la articulación fáctica de una locución del lenguaje. 

Al hacer una fenomenología del lenguaje, introduce dentro de ella incluso los elementos más propiamente activos de la verdad, ligándola a una cierta teoría de la conducta. Los campos, entonces, parecen completos, no hay nada que añadir, salvo que resulta pobre para explicar todo lo que en ellos mismos se produce. La secuencia lógica parece perfecta hasta que nos damos cuenta al final de que el resultado es evidentemente insuficiente o, al menos, contradictorio con la primera premisa. 

Y lo más inquietante de todo ello es precisamente la conciencia de la amplia influencia de Austin en filósofos posteriores. ¿Tal vez todo el estudio de la filosofía del lenguaje, toda la tradición analítica y las que de ella se derivan están basadas en una oculta aporía? Si la verdad es una relación entre las palabras –convencionales, modificables– y el mundo [3], ¿el silencio nos libera de la racionalidad como la imaginación nos hace legisladores del cosmos? ¿Es posible tal irracionalidad como consecuencia de un método tan deliberadamente racional? 

He de responder que sí. Pero también tengo que añadir que no es insalvable. Pues como sucede a menudo con las dificultades radicales, que se van agrandando a medida que nos alejamos del punto de fuga, en su origen son de matiz. La cuestión es sencilla. Las palabras son, de hecho, el instrumento por medio del cual nos comunicamos, y elaboramos el pensamiento, filosófico o de cualquier otro tipo, empleándolas, especialmente si es por medio del diálogo. Inevitablemente, al analizar las cosas, analizamos las palabras con las que las denominamos, de ese modo las objetivamos, y al analizar las palabras, sólo puede tener sentido si es en referencia a las realidades que designan. Por ello, un análisis lingüístico es útil e, incluso como dice Austin, tal vez la primera palabra de la filosofía. El propio Aristóteles comenzaba sus reflexiones apelando al decir de la gente. Sin embargo, es importante tener presente que, aunque lo anteriormente dicho sea cierto, las palabras y las realidades a las que remiten son dos cosas diferentes. Y por tanto, no siempre puede emplearse con ellas la misma metodología. Si se estudia exclusivamente el lenguaje, bien está la teoría de Austin. Pero si se estudia por medio de él a la realidad, como él mismo dijo hacer, entonces no se pueden aplicar a ella con tanta facilidad nociones como convencionalidad. Es una confusión de conceptos, un salto sin justificar. Ése es el error de fondo y de matiz. 

Ahora, no siempre se ha producido en sus seguidores. Por ello, continúo considerando que la filosofía del lenguaje es una herramienta más que válida para la filosofía. Incluso, a falta de pruebas se le puede conceder al propio Austin el beneficio de la duda. Pero mucho cuidado, mírese bien dónde se ponen los pies. Por que, cosa curiosa, aunque suene irracional, el irracionalismo existe. Aunque suene ilógico, puede ocultarse bajo la propia lógica. 


[1] Cifr., "http://www.infoamerica.org/teoria/austin1.htm", 2009.

[2]"A Plea for Excuses", Proceedings of the Aristotelian Society, LVII (1956-57). Compilado en Philosophical Papers, Oxford U. P., 1970 (2a. ed.), p. 182. (Hay versión castellana de A. García Suárez, Escritos Filosóficos, Revista de Occidente, Madrid, 1975).

[3]"Truth", Ph. P., p. 130, n.